martes, 25 de agosto de 2009

JIM FENDERS (NYC)



JIM FENDERS (NYC)

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Hay que tener el cerebro muy pequeño o las pelotas muy grandes para aceptar una proposición de matrimonio teniendo sólo 19 años.
Mark no era ni demasiado valiente ni demasiado idiota, pero había cometido el error de dejar a su novia embarazada. Llevaba ya más de tres años saliendo con Lily y a pesar de que no habían hecho el amor más de media docena de veces, ella se había quedado preñada.
Cuando se dieron cuenta de que Lily tenía algo más que sobrepeso ella ya llevaba cinco meses de embarazo. Desventajas de que tu novia esté gorda.
Practicar un aborto a finales de los 50 era peligroso, no era un juego de niños, no se arreglaba con una pastilla o un simple golpe de bisturí.
Además, las familias de ambos eran amigas desde hacía muchos años, Mark, Lily, los chicos y yo llevábamos juntos desde el jardín de infancia.
Ellos, las familias, lo tenían muy claro, el niño nacería. Por parte de Lily su tía materna había abortado cuando era bastante joven, le hicieron una chapuza y no podía tener hijos. En el lado de Mark las razones eran todavía más sencillas: su abuelo había sido el diácono del pueblo durante muchos años, su familia llevaba varias generaciones bendiciendo la mesa y cantando salmos los domingos. Sus familias eran los típicos estereotipos de conservadurismo rancio y anticuado dentro de una comunidad rancia y anticuada. No tenían salida.
En la Universidad la noticia se expandió del mismo modo en el que la televisión anuncia una catástrofe mundial o el augurio de una nueva gran crisis, rápido y alocadamente.
Lily dejó de acudir a clase en cuanto sus padres se enteraron del suceso.
Mark aguantó sólo un par de días. La gente le miraba por los pasillos cómo si fuera un infectado, un asesino o algo peor. Los profesores no podían evitar dedicarle varios gestos de desaprobación a lo largo de los insoportables soliloquios que acostumbraban a ser las clases. No importaba que hablasen de la Antigua Roma o de la política exterior de nuestro país durante la guerra fría, Mark no se libraba de sus afiladas miradas con el ceño fruncido, haciendo caer sobre él toda la vergüenza que cabía en aquellas frías aulas.
El único profesor que mostró un poco de comprensión y que trató sinceramente de ayudar a Mark fue el señor Lurie, nuestro maestro en Antropología. El señor Lurie no estaba bien visto dentro del resto de docentes de la escuela, sus pantalones vaqueros, la música rock’n’roll que salía de su coche al llegar a la escuela o el hecho de que fumase delante de los alumnos solían ser un tema de conversación recurrente desde las mismas esquinas de la Universidad hasta las reuniones entre padres y profesorado. Pero era el mejor. Había estudiado en Europa y trabajado allí por muchos años, incluso había publicado algún libro. Él nos apreciaba, no tanto cómo nosotros a él, pero nos tenía cierto cariño. Mark, Jules y yo no éramos los mejores estudiantes, pero sí éramos vivos, pícaros y divertidos, cualidades que, sospechaba, hacían rememorar al señor Lurie su no tan lejana juventud.
El segundo día que Mark aparecía por la Universidad nos cruzamos con él al salir de clase. Se acercó a nosotros con sus pantalones vaqueros y su vieja pluma siempre en la oreja asomando a través de su pelo negro, sonriendo mientras miraba a Mark de arriba abajo.
- Chico, la has hecho buena, ¿cómo se te ocurre dejar preñada a esa jovencita? - dijo en tono cómico.
Mark miraba al suelo con gesto avergonzado, sin saber qué decir.
- ¿Y qué, cuando es la boda? - preguntó bordeando la línea entre la triste seriedad y la simple broma.
- La semana que viene.
- ¿De verás?
Mark asintió sin dejar de mirar hacia el suelo mientras el rostro del señor Lurie comenzaba a parecerse al de alguien a quién acaban de darle una mala noticia.
- Escucha Markie, no sé que quieres hacer, eres joven y supongo que estarás hecho un lío, pero piénsalo bien, sé que puedes estar enamorado de esa chica, pero la vida es muy larga y el mundo muy grande, tienes mucho camino por delante, la vida no se acaba en este pueblo.
Mark estaba muy tenso, podía notarlo, le conocía bien. El señor Lurie no le conocía tan bien, no le hacía falta, también notó enseguida la creciente ansiedad de Mark. Se acercó más a él y puso la mano sobre su hombro.
- Escucha Markie. mi hermano mayor me dio este libro cuando yo aún era un muchacho, ya lo he leído por lo menos diez veces. Es tuyo. Y recuerda, pienses que has tomado la decisión correcta o no, tienes razón. – le dijo mientras sacaba un libro de su viejo maletín negro y escribía algo en él con su pluma.
- Esta pluma es eterna, lo que escribe dura para siempre, es imposible borrarlo. – sonrió con el libro entre las manos mientras finalmente se lo entregaba a Mark.
- Cuida de él, no es fácil ser un buen amigo, tendrás que esforzarte. – dijo el señor Lurie con la mano todavía sobre el hombro de Mark mientras me miraba con gesto cómplice.
- Es mi mejor amigo, me cortaría un brazo por él si fuese necesario. – dije rápidamente con tono decidido y emocionado.
- Y yo también. – dijo Mark levantando enseguida la cabeza y mirándome primero a mí y después al señor Lurie.
- Lo sé chicos, lo sé, no debéis permitir que nadie nunca os quite eso.
Y se marchó caminando con la chaqueta agarrada con la mano y echada a su espalda. Mark y yo nos quedamos mirándole y permanecimos inmóviles hasta que vimos su descapotable de color rojo alejarse por la vieja carretera sin asfaltar.

La semana siguiente vi a Mark una sola vez, estaba demasiado ocupado con los preparativos de la celebración. Es curiosa la rapidez con la que se suceden las cosas. La sorpresa inicial y el revuelo que había causado en el pueblo el embarazo de Lily y el posterior anuncio de la boda habían mutado a una sincera emoción popular tanto respecto a la sagrada unión cómo ante la llegada del bebé.
La gente en el barrio lo comentaba alegremente, celebraban que aún quedasen parejas cómo las de antes, padres jóvenes que no tuvieran miedo a comprometerse.
Yo, por mi parte, no lo veía tan claro. Mark y yo éramos amigos desde siempre, lo conocía mejor que nadie, era un chico algo travieso y alegre, simpático y bastante inteligente, habíamos pasado tardes enteras tirados frente al río planeando mil viajes primero al otro extremo del país, después a Europa, y finalmente a sitios recónditos y exóticos cómo Australia o África. Desde que fuimos unos simples chiquillos soñábamos con escapar de casa y vivir mil y una aventuras.
Cuando conocimos al señor Lurie siempre hablábamos con Jules acerca de que terminaríamos montando nuestra propia banda de rock y seríamos famosos, recorriendo el mundo mientras conocíamos a chicas de todos los países.
Mark estaba enamorado, o eso parecía al menos, y Lily era una gran chica, pero de ahí a que tu vida termine cuando aún no has cumplido los veinte hay un gran paso. Dudaba mucho que mi amigo quisiera hacerse mayor tan deprisa.
En la única visita que pude hacerle lo noté preocupado, ausente, extraño. Estaba de pie mirando un póster con la imagen de Rita Hayworth que tenía colgado sobre el escritorio de su habitación.
- ¿Cómo estás amigo? ¿Contento? - dije intentando sacarlo de su embelesamiento.
- No sé que decirte, esto es demasiado, estoy aturdido, los días pasan rápido y aún no sé que pensar.
- Vamos, anímate, no eres el primero que se casa, además, seguro que tampoco está tan mal. – le dije mintiendo, intentando hacerle sentir mejor.
- Tú y yo siempre nos reímos de la gente que se casa tan joven. El año pasado cuando tu hermana se casó con Mike estuvimos meses metiéndonos con ella, y ni siquiera estaba embarazada. – contestó con pesar.
- Bueno, pero esta vez sois Lily y tú, es diferente.
- ¿Por qué es diferente? - preguntó sorprendido.
- Bueno, por eso mismo, porque eres tú.
- No es diferente, es igual que todos los demás. – contestó desviando sólo por unos instantes la mirada del enorme póster en blanco y negro.
No pudimos hablar mucho más, su madre y sus tías estaban en casa probándose miles de vestidos y obligando a Mark a ensayar una y otra vez las posiciones, los gestos y las palabras que tendría que repetir en la ceremonia.

El día de la boda fue el más bonito de lo que llevábamos de primavera. El cielo estaba azul y el sol brillaba, pero sin llegar a imponer un calor demasiado severo.
Yo, lógicamente, era el padrino, y mi deber era acompañar al novio desde primera hora de la mañana. Me desperté muy temprano y fui a casa de Mark. Mi presencia pasaba totalmente inadvertida ante la marabunta de familiares que recorrían la casa arriba y abajo, hablando, gritando, sonriendo nerviosamente, excitándose los unos a los otros con palabras llenas de un júbilo desenfrenado e irracional.
Traté en varias ocasiones de acercarme a Mark para charlar con él un rato antes de llegar a la iglesia, pero me resultó del todo imposible. Mientras hordas de hombres, algunos de los cuales no había visto en mi vida, le rodeaban continuamente inundándole con consejos acerca de la vida, yo estaba prisionero en la cocina aguantando los interminables e insufribles lamentos de su madre por perder a su pequeño; lamentos que se convertían en cuestión de segundos en alabanzas a su madurez y palabras de orgullo hacia su inminente matrimonio y paternidad.
Salimos de casa de Mark en el coche de su padre. Él iba de copiloto, su padre conducía y yo iba embutido en la parte de atrás escoltado por los hermanos de su padre y su madre. Los hombres llevaban bebiendo desde primera hora de la mañana, estaban alegres y locuaces, no dejaban de hablar en voz alta jactándose de su hombría y mofándose primero de sus mujeres, y después de todas las mujeres. La conversación fue subiendo de tono hasta que el padre de Mark y uno de sus tíos hicieron un comentario fuera de lugar acerca del club de alterne que había a las afueras del pueblo. Ni Mark ni yo lo entendimos del todo, pero justo antes de llegar a la iglesia giró su cabeza y me miró con ojos tristes y gesto cabizbajo. Me dejó muy preocupado.
A llegar a la iglesia los invitados se amontonaban en la puerta, exultantes, luciendo sus mejores galas. En la mayoría de los casos, sus únicas galas.
Jules, Suzanne y el resto de nuestros amigos habían quedado temprano para desayunar en “Timothy’s” antes de ir, pero no llegué a encontrarlos entre aquella maraña de gente y ropajes.
Pasamos dentro de la iglesia, ya había muchas mujeres mayores sentadas aleatoriamente en las filas no asignadas para la familia, ese tipo de mujer mayor sin vida propia que vive simplemente para empatizar con los demás. Sus alegrías, sus mejores momentos, son los de los demás, del mismo modo que sus tiempos más tristes, dónde todo es muerte y pesar, también son los de los demás. No faltaban nunca a ninguna boda, y mucho menos a un entierro. No tenían vida propia.
Todavía no había visto a Lily, la tradición que dice que da mala suerte ver a la novia antes de la boda estaba en esta época más viva que nunca.
Me escabullí a una de las muchas habitaciones medio escondidas y recónditas que había en la iglesia y encendí un cigarrillo.
Lo fumé mientras daba vueltas por aquella diminuta estancia pensando en cómo actuaría yo si estuviera en la situación de mi amigo. ¿Qué hacer si se supone que tu novia va a tener un hijo tuyo y vuestras familias han decidido que os caséis? ¿Salir huyendo? Quizá sería la mejor opción después de todo.
De todos modos no era yo quién se casaba, era Mark, mi mejor amigo, así que mi deber era compartir aquel momento con él y dedicarle las palabras adecuadas y mi mejor sonrisa.
Cuando estaba a punto de terminar el cigarro apareció por la puerta el padre de Mark:
- ¡Chico! ¿Qué demonios haces aquí? Te hemos buscado por todas partes maldita sea, los invitados ya casi han entrado, Mark te está esperando arriba, ¡date prisa!
Subí corriendo las escaleras hasta la habitación en la que Mark, solo, me esperaba para la última charla antes del gran momento. También era tradición que el padrino fuera el último que acompañara al novio antes del paso definitivo.
Entré en la habitación, Mark estaba sentado en una silla con la cabeza apoyada hacia delante sobre sus manos. Me acerqué hasta él, estaba temblando.
- ¿Markie, estás bien amigo? - pregunté preocupado.
- No, claro que no estoy bien, me voy a casar joder, ¿cómo quieres que esté bien? Ya no va a haber banda de rock, no va a haber mujeres, ni rubias ni morenas, no vamos a viajar a Europa ni a África, ¿cómo quieres que esté bien? - dijo entrecortadamente.
- Pero, ¿qué quieres decir? Esta es tu boda, vas a tener un hijo.
- Se la he metido tres veces a Lily, ¿tú crees que pensaba que se iba a quedar embarazada? - contestó nervioso.
- No, supongo que no. Escúchame amigo, por lo visto esto es lo normal antes del gran momento, son los nervios nada más. Lily es tu chica, vais a tener un hijo juntos y todo va a salir bien, relájate ¿de acuerdo?
- No quiero relajarme joder, tienes que ayudarme, eres mi mejor amigo, no quiero casarme demonios, no ahora y no así al menos. Esto es demasiado, no sé que hacer, tienes que ayudarme. – Mark sollozaba amargamente y hablaba de un modo enormemente desesperado.
- Vamos Markie, estoy aquí, soy tu amigo, tranquilízate.
Nos abrazamos y Mark comenzó a llorar como un niño pequeño, desconsolada y nerviosamente. Nunca lo había visto tan hundido.
- Esto me supera, ha ido demasiado lejos, tienes que ayudarme, yo no sé que hacer, no sé que hacer, tienes que ayudarme, hasta ahora siempre nos hemos salvado el uno al otro, no me dejes ahora por favor. – dijo Mark mientras sus ojos rojos e hinchados miraban directamente a los míos.
Se sentó y volvió a poner su cabeza apoyada sobre sus manos.
Yo caminé hasta la pequeña ventana desde dónde se observaba el interior de la iglesia. La familia de Lily estaba a la izquierda, la de Mark a la derecha, detrás de ambas estaban los amigos de cada clan, podía ver a Jules, Suzanne y los demás, y detrás de estos una mezcolanza de amigos comunes, viejecitas alegres, niños, etc.
Busqué al señor Lurie en medio de todo aquel caos, pero no lo encontré. Volví a escrutar el bullicio durante unos instantes más con la misma suerte. No había venido.
Me acerqué a Mark, aún estaba llorando.
- Deja de llorar amigo mío, vamos a salir de esta. No te casarás hoy, lo prometo. – dije con gran decisión.
Mark se secó las lágrimas de las mejillas y me miró con gesto de extrañeza, totalmente aturdido.
Salí de la habitación a toda prisa buscando al reverendo Miller. Intenté abrir todas las puertas que encontré a mi paso pero estaban cerradas, tras forzar el pomo de una de ellas y cuando ya estaba reanudando mi carrera escuché algo:
- ¿Quién anda ahí?
- Soy el padrino, reverendo Miller.
El reverendo abrió la puerta, vestido para la ocasión.
- Hola muchacho, date prisa, deben estar esperándonos. – espetó risueño.
Comenzamos a recorrer el pasillo hacia las escaleras que llevaban al patio inferior.
- Padre, Escúcheme por favor, esta boda no puede celebrarse, ¡Mark no quiere casarse, todo esto es un terrible lío!
El reverendo me miraba con gesto de desaprobación, casi de enfado.
- No digas sandeces muchacho, Mark está nervioso, cómo todos antes de casarse, nada más. – contestó impasible mientras continuábamos caminando.
- Pero padre, ¡tiene que escucharme por favor! ¡Mark no quiere casarse, tiene que ayudarme a parar todo esto!
- Escucha jovencito, tu amigo ha dejado embarazada a esa muchacha, debe casarse y formar una familia, no hay más que hablar, no tiene elección – contestó el padre definitivamente enfadado.
Llegamos al final del pasillo y agarré al reverendo por el brazo intentando frenarlo, él se dio la vuelta, me miró con cara muy seria y habló.
- Dile a tu amigo que baje enseguida, esto tiene que empezar. – dijo mirando cómo mi mano agarraba su brazo.
- Padre, por favor, tiene que escucharme, ayúdeme a parar esto. – insistí desesperadamente, fuera de mí.
- Vete al infierno mocoso. – me contestó con desprecio.
El reverendo Miller se dio la vuelta y comenzó a bajar por la escalera. Miré fijamente su ridículo gorro y le empujé violentamente con ambas manos. Salió despedido emitiendo interrumpidos y sonoros gritos mientras daba volteretas durante los 42 escalones que separaban el piso superior y el inferior. Volví corriendo a la habitación y me encontré con Mark justo en la puerta.
- ¿Qué ha pasado?
- Vuelve a la habitación, por favor. – contesté mirándole fijamente a los ojos.
Mark se dio la vuelta y entró de nuevo en la habitación. Cerré la puerta tras de mí y fui corriendo hacia las escaleras. Cuando llegué el padre de Mark y el de Lily ya estaban rodeando el cuerpo del reverendo, bajé corriendo las escaleras y recé para que estuviera muerto.

El viejo reverendo Miller falleció en el acto, el pueblo entero se cubrió de luto y Mark no se casó. Cinco días después de aquello nos escapamos hacia el Este. Al llegar a Nueva York comenzamos a frecuentar los sórdidos ambientes del jazz y los hipsters. Formamos un grupo de música, pero no nos fue nada bien, demasiadas drogas y muy poco dinero. Fueron tiempos extraños, estuvimos varios años dando tumbos, viajando y viviendo con lo mínimo, consumiéndonos poco a poco. Una noche discutimos violentamente y a la mañana siguiente cada uno siguió su camino. No lo he vuelto a ver desde entonces.
Las cosas han cambiado mucho, yo retomé la carrera e hice nuevos amigos, ahora soy contable en Albany y pasado mañana me caso con Betsy, mi novia desde los últimos seis años.
No sé cómo demonios ha podido encontrarme el cartero, pero esta misma mañana he recibido un paquete de Mark. En la parte frontal del sobre solamente pone “Para Jim Fenders, NYC” y por lo que dice el remite él debe estar en algún lugar de África.
Dentro del paquete estaba el viejo libro que el señor Lurie le dio al enterarse de su boda con Lily hace ya muchos años. El libro está maltratado y bastante estropeado, pero en la última de sus hojas, contra todo pronóstico, todavía puede distinguirse la dedicatoria que nuestro antiguo maestro había escrito con su vieja pluma. El trazo no era tan imborrable cómo el señor Lurie siempre nos hacía creer, no se entendía demasiado bien, pero a pesar de todo conseguí leerla.
Resulta agradable comprobar que después de todo quizá sí haya cosas que duren para siempre.
© D.A.S 2009

Recomendación musical: The Lounge Lizards - The lounge Lizards
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