martes, 22 de junio de 2010

LUZ




Eres luz, pero los días en que el sol se apaga,
las farolas en las calles no brillan
y las bombillas de nuestra casa explotan de odio sin sentido,
es cuando veo tus sombras más pronunciadas
y me pierdo en sus formas y sus curvas
y cierro los ojos
porque me asusta lo que veo.
Te prefiero cuando luces eterna,
como una virgen recién follada de sonrisa cómplice
y mirada perdida
que deslumbra al mundo entero a su paso
y centellea de emoción cada vez que mueve los labios.
Pero incluso los niños saben
que las nubes gritan más alto
que los astros y sus cándidos destellos y que
quizás no vale con el resplandor llameante
del sexo perfecto y el reflejo sincero
de nuestros cuerpos desnudos
irradiando felicidad en el espejo,
quizás que las palabras más bonitas
del mundo las escribas tú
a través de mis manos no baste
para vencer a la oscuridad.
A veces quererse con locura
no es suficiente.
© D.A.S 2010


Recomendación musical:  Michael Galasso - Scenes
Violinista prodigioso fallecido el año pasado, se le conoce principalmente por componer la banda sonora de la obra magna de Wong Kar Wai "In the mood for love", pero además Galasso compuso música para muchas más películas, obras de teatro, de danza, e instalaciones sonoras.  En el año 2000, realizó la primera instalación sonora del museo Guggenheim de Nueva York.
Su estilo, especialmente en este disco, podría adscribirse al de música clásica contemporánea, y subyacería a otras nominaciones como ambient, cinematic, o directamente Arte.
Música para escuchar mientras haces el amor, cierras los ojos hundido en las sábanas, miras por la ventana y ves las nubes... ese tipo de música.  Precioso.

jueves, 17 de junio de 2010

SÓLO UNO MÁS




 
"True love will find you in the end
You'll find out just who was your friend
Don’t be sad, I know you will,
But don’t give up until
True love finds you in the end.

This is a promise with a catch
Only if you're looking will it find you
‘Cause true love is searching too
But how can it recognize you
Unless you step out into the light?
But don’t give up until
True love finds you in the end."
Daniel Johnston

Mientras el agua caliente caía suavemente desde la ducha adosada a la pared e iba a parar sobre la negra espesura de su cabello, Gin sintió un impulso tan absurdo como irrefrenable: giró por completo la manecilla que regulaba la temperatura del agua y la dispuso de tal modo que el chorro ardiente que le acariciaba la piel se convirtiese en una cascada helada que golpeó su cuerpo violentamente, haciéndole hiperventilar y estremecerse con unos movimientos tan salvajemente enfermizos que si alguien hubiera estado observándole no habría dudado en llamar a una ambulancia. Gin repitió este proceso hasta tres veces más, y por fin abandonó el cuarto de baño sintiendo que la sangre le fluía a toda velocidad. 
Desde que Gina se había marchado él daba la impresión de haberse olvidado que lo que viajaba por sus marcadas venas alcanzando todos los extremos de su cuerpo era sangre.  Sangre, y no horchata, como siempre le gritaba su madre cuando le regañaba por dejarse pegar e insultar por los demás niños en la escuela.
Gin comenzó a caminar desnudo por la agobiante estrechez de su apartamento recorriéndolo obsesivamente de arriba abajo, sintiendo como en su cabeza se agolpaban decenas de pensamientos que no le dejaban reflexionar con claridad y sabiéndose incapaz de ordenarlos.  Encendió un cigarrillo y continuó pisoteando el parquet hasta que la alarma de su teléfono móvil le avisó de que sólo faltaban 20 minutos para entrar a trabajar.  Se vistió a toda prisa con la misma ropa de siempre: zapatos negros, pantalón negro, camisa negra, y salió a toda velocidad de casa lanzándose a las calles con una disparatada energía que ni él mismo sabía muy bien de dónde venía. 
¿Tan importante es la temperatura del agua?
Cuando ya llevaba un par de calles andadas Gin sintió un tremendo impacto dentro de su cabeza.  Una sensación parecida a la de un puñetazo en el rostro que traspasaba la barrera de lo físico trascendiendo a algo más profundo e inexplicable bailando sin sentido en el interior de su cerebro.  Giró sobre sí mismo y, en lugar de ir a trabajar, como cada día, se dirigió al “Mingus”, el bar donde trabajaba Gina.
Sus pasos ahora no eran tan urgentes y decididos como antes, Gin guardó las manos en los bolsillos y comenzó a pasear más que a caminar, mirando a la gente con aire distraído, sin prisa. 
Hacía más de dos meses que no veía a Gina.  Su relación fue una montaña rusa, se quisieron como dos adolescentes y se odiaron del mismo modo.  El día en que todo explotó Gin salió de casa maldiciendo y ella le gritó que si no se daba la vuelta no volviese nunca.  Y no lo hizo.
Gin había repasado cientos de veces esa agónica escena tratando de imaginar mil finales diferentes.  Imaginaba que daba media vuelta, caminaba lentamente marcando los pasos hasta llegar justo enfrente de Gina y, levantándola en el aire, la besaba con toda la pasión que cabía en su imperfecta humanidad mientras le decía que la quería.  Otras veces, viajaba a través de aquellas decadentes imágenes y se veía a sí mismo girándose sobre sus pies y escupiendo en dirección a Gina.  Todo dependía del día y el momento.
No recordaba el final de su romance con rencor o arrepentimiento, simplemente lo recordaba.  Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a equivocarse, y estaba convencido de que cualquier intento de rescatar aquel barco hundiéndose habría sido inútil.
Gin continuó andando perdiéndose en los cientos de recuerdos que le iban asaltando conforme iba dejando atrás lugares comunes: cafeterías, plazas, restaurantes, la esquina donde, borrachos como cubas, se habían vomitado algo parecido a un “te quiero” por primera vez…
Cuando por fin llegó al “Mingus” ya estaba anocheciendo.  Se sentó en el suelo apoyando la espalda contra el contenedor de basura que estaba situado delante de la puerta del bar y encendió otro cigarrillo. 
Las mismas dudas y temores que le llevaban asaltando desde que era un niño fueron poco a poco devorando el valor y la alocada energía inicial y Gin comenzó a pensar que, por enésima vez, se estaba equivocando.
Fue fumando un cigarrillo tras otro, encendiendo el nuevo con los últimos ardores del último, dándose tiempo, esperando que aquel entusiasmo insensato e irracional invadiese de nuevo su mente y lo empujase dentro del bar, le hiciera saltar la barra y besar a Gina como no la habían besado nunca, o al menos le obligase a empujar la puerta con entereza y entrar con semblante serio y melancólico para sentarse en una de las banquetas de la barra, frente a ella.
Sus carcomidos nervios comenzaron a hacerle temblar las manos mientras las colillas se amontonaban a sus pies, y Gin empezó a tener claro que lo mejor sería marcharse.
- Sólo uno más.  – se dijo a sí mismo mientras empalmaba el encendido de otro cigarrillo.
Sentado entre la basura, con la mente divagando por recuerdos tristes y felices y los ojos clavados en la cristalera negra del bar, a Gin casi le parecía ver la silueta de Gina bailando entre copas y hombres a través del humo condensado con olor a tabaco que se amontonaba delante de su cara.
Podía imaginársela dejándose querer por la multitud de borrachos de todos los colores que habitaban en la cutre modernez de su local: jóvenes y viejos, guapos y feos, ricos y pobres, idiotas en su mayoría… Recordaba los tiempos del principio, las noches frías en las que solía ir a buscarla antes de la hora del cierre y cómo cuando él aparecía todos agachaban la cabeza odiándole por tener a la chica más bonita de la ciudad.  Tiempos felices.
- Sólo uno más, ya deben ser las dos de la madrugada.  – volvió a repetir para sí mismo mientras encendía otro cigarro.
Tirado en la acera, Gin emprendió la destructiva tarea de imaginar si ella sería tan infeliz como lo era él desde que todo se rompió.  Imaginó un chico rubio, fuerte y guapo, sentado al otro lado de la barra esperando a que ella terminase su turno para ir a casa a follar como salvajes y después a dormir como ángeles.  Imaginó también que ella ya no trabajaba allí, que se había despedido hacía dos semanas y había regresado a Alemania sin decir adiós a nada ni a nadie.  Imaginó por último su estilizado cuerpo agitándose entre los vapores del alcohol propios de los bares nocturnos, sus enormes ojos brillando por el abatimiento, sus labios rellenos de carne dulce temblorosos mientras servía cerveza, su tristeza.
- Sólo uno más.  – pensó mientras sacaba el último cigarrillo del paquete y arrugaba con rabia el cartón para después lanzarlo contra la cristalera tintada del bar.
Fumó aquel cigarro como si fuese lo último que iba a hacer en la vida, despacio, con calma, extraviado en el torrente de pensamientos incomprensibles y actos inexplicables que se habían apoderado de él desde el momento en que el agua fría le hubo sacudido en la ducha.  Disfrutó cada calada como cuando era niño, jugando con el humo, soñando formas mientras lo miraba.
Cuando el cigarro estaba ya casi quemándole los labios Gin se decidió a tirarlo, se puso en pie y lo apagó pisándolo.  Se quedó inmóvil durante unos instantes frente a la oscuridad que parecía reinar en el interior del bar y pensó en Gina, en su sonrisa, por última vez.  Y sonrió.  Permaneció con una mueca de felicidad idiota en el rostro durante por lo menos un minuto entero, y cuando vio que otra persona, un chico negro joven muy alto iba caminando por la otra acera se dirigió hacia él y le gritó:
- Amigo, ¿sabes dónde puedo comprar tabaco a estas horas?
© D.A.S 2010




Recomendación literaria:  Las tres balas de Boris Bardin - Milo Krmoptic 
Después de la celebrada "Sorbed mi sexo", Milo Krmpotic se desmarca con esta excepcional novela corta en la que mezcla noir,  western, y pura literatura desgarrada y emocionante.  Narrada en un argentino casi histriónico (al final del libro incluso se incluye un glosario), la historia se ambienta en la Argentina de mediados de los 80, un país hundido en la hiperinflación y el "homo homini lupus", y cuenta la relación entre una famila de policías, los Bardin, con Boris a la cabeza, y el asalto de un furgón blindado y su posterior investigación a cargo de un agente llegado desde Buenos Aires.  Con un estilo carnal y directo, Milo engancha al lector desde la primera página y le hace viajar a la desolación de un país que representa a la perfección la caída en desgracia del ser humano y la celebración de sus miserias: egoísmo, aislamiento, muerte, tristeza... todo ello aderezado por una trama intrigante y mágica, que desemboca en un final que conmueve y da rabia al mismo tiempo.  Merece la pena.
Está editado por Caballo de Troya, pequeño reducto "indie" dentro de la gigantesca editorial Mondadori.

lunes, 14 de junio de 2010

ELLA ME CONFUNDIÓ CON OTRA PERSONA




Sólo la había visto un puñado de veces, y a decir verdad, hasta aquel día no le había prestado demasiada atención. 
Yo estaba apoyado en la barra y ella pasó frente a mí tan cerca que sentí el olor a champú caro y a tabaco saliendo de su cabello.  Cuando me había dejado atrás giró su cabeza y me dedicó una sonrisa como ya me habían hecho otras veces, ambos conocíamos el juego.
Yo no hice nada por seguirla, sabía de sobra que seguramente sería una de aquellas chicas que bajan desde la proa hasta los camarotes de tercera, ávidas de eso que llaman experiencia o vida, cosas así.
La noche continuó y llegó la mañana, unos se marcharon y otros se quedaron, igual que siempre, e igual de diferente, ella fue de los que se quedaron.  Hablamos de nada y de todas las cosas que se hablan a esas horas en las que casi no eres capaz ni de recordar tu nombre.  Pero yo me acordaba del suyo.
No fue capaz de esperar a la intimidad, intentó besarme y yo sonreí.  Creo recordar que aún había alguien alrededor nuestro en la habitación y seguramente las calles estaban a rebosar porque ya era la hora del almuerzo y en otra ciudad estarían tomando el té y quizá en otro país con otro horario la gente estaría paseando la tarde por los bulevares, pero para mí todos se marcharon, el mundo enteró desapareció en el mismo instante en el que, por sorpresa, se atrevió a besarme.
Pasamos el día entre sábanas hablando del amor más que haciéndolo, como si ya estuviésemos casados, o mucho peor, como si estuviésemos enamorados.  Los dos sabíamos que no era así.
Acordamos no vernos el día siguiente pero nos vimos y también el siguiente y el de después del siguiente, hasta que acordamos de nuevo no vernos hasta que apretase el hambre y terminamos por vernos también el día siguiente y el otro y los tres que venían detrás, y en ese tiempo intentamos por todos los medios follar como dos salvajes, como dos jóvenes, pero sólo nos salió hacer el amor mirándonos a los ojos y entre olor a sexo escupirnos palabras sinceras, palabras que se le olvidaban al quedarse dormida.
Después de aquello tuve muy claro lo que iba a pasar, me jugaría la vida igual que siempre, como nunca, dejaría todo de lado sin más motivo que el instinto primario y absurdo que obliga a hacer cosas que (aparentemente) no tienen explicación. 
Los dos nos moríamos de ganas pero ella no quería, así que los lugares comunes y lo pequeño de la ciudad hicieron el resto y nos condujeron hasta donde ambos supimos que tarde o temprano acabaríamos llegando.
Comenzamos a vernos fuera de los bares, e incluso en alguna ocasión, no sólo por la noche.  Su padre era un marchante de arte que siempre estaba de viaje, así que su apartamento abuhardillado estilo Manhattan Woody Allen comenzó a ser nuestro cuartel general, nuestro escondite secreto para una historia que no tenía mucho más que esconder salvo el miedo a todo y a todos.
Cuando terminábamos de hacer el amor siempre le entraba la prisa y se vestía enseguida y miraba hacia otro lado intentando disimular los últimos coletazos de placer, esquivando sabiamente cualquier palabra bonita que pudiera hacerme sentir bien, y a ella mejor.
Yo siempre me asomaba a la ventana de la habitación, desde la que se observaba un misterioso patio de luces en el que nunca se veía nada porque siempre estaba demasiado oscuro.  Apoyaba los codos en la cornisa y miraba hacia el fondo mientras mi mente pensaba que sería mucho más fácil adivinar que se movía allí abajo que en su cabeza en ese mismo momento.  Ella me dijo un día que una vez estuvo allí, en el fondo del patio, y que no había más que millones de insectos y ropa vieja  y mugrienta de casi todos los vecinos y montones de trapos de colores, y que era el lugar más asqueroso y horrible que había pisado nunca.

Comimos juntos, dormimos juntos y soñamos separados, yo la vi dar unos pasos y ella me vio escribir.  La abrazaba como nunca había abrazado a nadie, con una urgencia y una prisa que me hacían estrecharla entre mis brazos y no dejarla que se fuera nunca, al menos hasta que me echaba de su casa.
De vez en cuando se cansaba y no nos veíamos en varios días, y podía imaginarla tomando apuntes y cervezas, sonriendo y hablando con la gente mientras yo hacía lo mismo pero mucho más triste, siempre con la amenaza de que un día se cansase del todo.
Comencé a acostumbrarme a eso, y a guardarme lo poco bueno que había en mí para nuestros encuentros.  Pasaba varios días sin apenas hablar con nadie y mirando mal al mundo entero, hasta que aparecía ella y yo por fin podía disfrutar de mi alegría ganada a base de acumular sufrimiento en la balanza que equilibra el peso de la felicidad.
Una noche regresando a mi casa porque ella no había querido que durmiera en la suya vi a un grupo de borrachos, alegres y vulgares, dando tumbos por la calzada esquivando a los coches.  Uno de ellos andaba por la acera avergonzado porque sus amigos le recriminaban que no tuviese valor para unirse a la fiesta.  Él y yo caminábamos por la misma acera en direcciones opuestas y sentí como si tuviera un espejo delante, como si ese pobre desgraciado y yo fuéramos la misma persona y aquella panda de idiotas alcoholizados se estuvieran burlando también de mi cobardía.  Nos miraban e imitaban a las gallinas con los brazos en jarra agitándose para cacarear.  Cuando me crucé con el chico nos miramos, y supe enseguida que habría sido más sencillo saltar a la calzada junto a los borrachos a esperar que algún coche me atropellase antes que dar media vuelta  para volver a casa de ella a mirar la oscuridad del patio de luces sin coraje para decirle tantas cosas.
Seguí caminando con la cabeza agachada pensando en los muchachos y su amigo cobarde, y me acordé de aquel chiste que me contó una vez mi amigo Alvy acerca de un tipo que va al psiquiatra y le dice “Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”, y el psiquiatra le responde “¿pues porque no lo mete en un manicomio?”, y el tipo le contesta “lo haría pero, necesito los huevos”.
Pues bien, en ese mismo instante comprendí que eso era e iba a ser mi relación con ella, algo totalmente sin sentido, irracional y absurdo, pero que yo nunca abandonaría, porque necesitaba los huevos.
Llegó el invierno y la nieve, aunque yo ya llevaba meses jodido de frío.  Tenía la esperanza de que las cosas cambiasen con el clima pero no fue así.  La dejé seguir jugando conmigo hasta que se sintió demasiado culpable como para continuar y me dijo que no quería volver a verme.
Es curioso como las personas somos incapaces de afrontar el fin las cosas aún sabiendo desde su mismo principio que van a terminar, y el modo en el que van a terminar.  Siempre tuve claro que nuestra historia se acabaría en el momento que ella lo decidiese, ni antes ni después, y nunca dudé el modo en el que sucedería: sin mirarme a los ojos.
Me encerré en mi habitación a beber vino y a devorar literatura y cine francés de los 60.  Vi una y otra vez las películas de Jean Seberg intentando enamorarme de ella para olvidarla, y era una buena idea, pero no dio resultado.  Releí frenéticamente a la generación “beat” intentando hacer que mi instinto aventurero despertara y me sacará de una ciudad  que nunca más sería la mía mientras pudiera cruzarme con sus ojos en algún callejón.
No dormía, comía poco, ni siquiera conseguía masturbarme porque cuando has conocido el sexo a ese nivel ya no quieres follar ni contigo mismo.
Mis compañeros de piso no entendían nada, me preguntaban constantemente si estaba enamorado, y yo siempre contestaba que no.  No era amor, ni mucho menos, era peor, el amor siempre trae consigo un cierto carácter de pureza y de bondad, pero esto no tenía nada que ver, era simple tendencia a la autodestrucción, una neurótica obsesión por intentar conseguir lo que no se puede tener y ser incapaz de aceptarlo.
Me arrastré por el trabajo y por mi hogar durante tres semanas más, hasta que un día sonó el teléfono y era ella.  El corazón se me ahogó en el pecho y en menos de media hora estaba en mi casa de Manhattan aseado y sonriente.  Tomamos vino y hablamos, después tomamos vino y nos besamos, y finalmente nos tiramos el vino por encima e hicimos el amor como si fuera la primera vez.  Pero era la última, y yo lo sabía con toda la certeza del mundo, sabía que era la última vez que los dos nos uníamos para ser uno solo.
Esta vez ella no se dio prisa en vestirse y se quedó desnuda sobre la cama, fundida con las sábanas, esperando sin moverse un ápice a que yo volviera del baño.  Salí con los brazos en alto tocándome el pelo y casi me repelió la vergonzante idea de mi cuerpo maltratado y huesudo, totalmente derrotado ante la imagen del desnudo más bonito que había visto nunca.
Bajé los brazos y agaché la cabeza en señal de rendición.  Me dirigí hacia la cama como un animal al matadero, o algo más violento que eso, como un judío a la cámara de gas, o algo peor.
Ella me observaba paciente y yo no conseguía reunir valor para hablar, intentaba huir mentalmente de aquel aterrador lugar pensando en las veces que, mirándola a los ojos mientras hacíamos el amor, soñaba que ella me prometía que aquel momento no llegaría nunca.
Tuvo compasión y me dejó dormir a su lado por última vez.  Se apartó de mí ligeramente y con delicadeza y yo bien podría haber estado durmiendo en el mismo desierto de Mojave en medio de una tormenta de arena porque ni siquiera así la habrá sentido tan lejos como la sentía en esos momentos.
Cuando se quedó dormida me levanté con todo el cuidado que me dejaron mis temblores y paseé por aquella estancia que cuando ella me permitió sentí como mi casa fijándome enfermizamente en cada pequeño detalle, para que cuando recrease nuestro pequeño mundo al echarla de menos el escenario fuera un poco más real y no doliera tanto al darme cuenta de que era mentira.  Porque sería mentira.
Pasé largo rato  perdido en el enorme mueble librería ojeando los interminables volúmenes llenos de historias de amor que acababan igual o peor que la nuestra, pero no me consolaban, sólo podía sentir una profunda envidia y una terrible ira asesina al cruzarme con todas las novelas románticas de su madre en las que seguro que al final todo era felicidad.  Cosas de los Best-sellers. 
Observé la escalera que llevaba a lo más alto de la librería durante casi una hora, la toqué, la estudié, y casi estuve a punto de trepar por ella hasta el techo y después tirarla por la ventana, con la esperanza de quedarme a vivir allí arriba para siempre; no me haría falta agua ni comida, sólo verla despertar cada día con los ojos pegados y su sonrisa de niña buena.  Ni los bomberos ni el ejército conseguirían bajarme de allí arriba.  Todo habría acabado pareciéndose demasiado a King-Kong, a la Bella y al monstruo al fin y al cabo, y dejé la escalera en su sitio.
Los primeros rayos de sol comenzaban a resplandecer en la mesa del salón y me di cuenta de que lo mejor sería rendirse.  Volví a agachar la cabeza y me asomé al fondo del patio por la ventana de su habitación, todavía oscuro.
La oí despertar y sentarse en pijama sobre la cama, yo no la estaba mirando, pero sé que llevaba puesto el pijama porque no noté las punzadas que siempre sentía cuando ella estaba desnuda.  Me quedé inmóvil unos instantes y, mirando hacia la asquerosa oscuridad del final del patio, le pregunté si de verdad todo era tan complicado como para hacerlo así de mal, y, dándome la vuelta y mirándole a los ojos le dije que muchas, muchísimas veces había tenido la tentación de tirarme por la ventana hacia lo oscuro, con la esperanza de que así las cosas terminasen resultando más sencillas.
Ya estaba vestido, así que me acerqué, le sonreí y observé como los ojos se le iban llenando de un brillo que yo no había visto ni siquiera cuando nuestras narices estaban pegadas.  Di media vuelta y salí de la habitación.  Anduve cuatro pasos y la oí levantarse apresuradamente.  Disminuí la marcha pero continué caminando, por fin con la cabeza alta, y al llegar a la puerta y agarrar el pomo me giré para verla por última vez, con la cara y el cuerpo apoyados en la pared, mirándome con unos ojos tan tristes que me recordaron a los míos, y cuando cerré la puerta, bajé las escaleras y salí a la calle supe que a partir de entonces aquello sería casi más horrible y asqueroso que el final oscuro del patio de su ventana (con sus millones de insectos y la ropa vieja y mugrienta de los vecinos y los trapos de colores).
© D.A.S 2009



Recomendación literaria:  Rubia de verano - Adrian Tomine
Adrian Tomine es uno de los escritores de cómics más reputados de su generación.  Con 17 años comenzó a escribir y dibujar "Optic Nerve", su propia serie de historietas.  Ha publicado en el New Yorker, Esquire, Rolling Stone... y su obra aparece en multitud de antologías.
Por su estilo frío y antisentimental y su profunda capacidad analítica del ser humano urbanita se le ha comparado habitualmente con Carver, hasta llegar a denominarle "el Raymond Carver del cómic".  Con el afamado relatista le une algo que va más allá de la simple manera de narrar o el virtuosismo con el que describen al hombre y sus miserias, ambos coinciden en el fenómeno casi metafísico de la comprensión.  La sensación que uno tiene al terminar un relato de Carver o una historia de Tomine es parecida: un extraño escalofrío que hace que por un instante entiendas al mundo que te rodea, te entiendas a tí mismo y todo parezca tener sentido.  Algo parecido a lo que ocurre con los haikus.
En este tomo considerado de culto se narran cuatro pequeñas historias de personas que viven en grandes ciudades y, de un modo u otro, se sienten ajenos a la realidad que les rodea, recluyéndose en sus propios mundos interiores y perdiéndose en sus miedos y fantasías.  
Alter ego cuenta la historia de un escritor en pleno bloqueo creativo que comienza a frecuentar a una menor en busca de nuevas experiencias para forzar la inspiración.
Rubia de verano narra la vida de un hombre amargado y solitario, incapaz de relacionarse socialmente, que se obsesiona con la chica rubia que se folla su vecino, un joven vividor y despreocupado.
Escapada a Hawaii habla de una mujer incapaz de llevar una vida social normal que se recluye en su mundo de llamadas telefónicas y mirar por la ventana.
Amenaza de bomba trata la historia de un pre-adolescente con problemas de adaptación que se refugia en su relación con otro de los chicos raros de la escuela, un gay reprimido y oscuro.


Absolutamente imprescindible.

viernes, 11 de junio de 2010

FUEGO



La inspiración sale de aquí:  
Palace brothers - You will miss me when i burn


Me echarás de menos cuando me prenda fuego.
Mi cuerpo escupirá ríos de recuerdos eternos
en forma de llamas amarillas
que llegarán a tu ventana y su calor no te dejará dormir.
Despertarás a mitad de la noche
con las ingles y la memoria empapadas y
extrañarás los tiempos de carne cruda y velas ardiendo.
Sé que me vas a extrañar,
pero no te costará esfuerzo convencer a otros 
para que huyan contigo
a los lugares dónde no quiere ir nadie:
rincones manchados del color de los domingos,
hogueras en las esquinas, botellas vacías,
droga mal cortada, dolor de dientes, demasiado café.
Cuando las brasas ardientes de tu bajo vientre
te hagan temblar y pidan a gritos
el ardor humeante de mi sábana encendida,
te arrepentirás de no haberte atrevido
a viajar conmigo al fin del mundo
a través del principio de nuestra historia,
y buscarás sin encontrar la fórmula mágica
del fuego capaz de purificar
hasta los amores más turbios.
Cierra los ojos y camina hacia el fuego,
déjate llevar por los dulces vapores
de nuestros días felices
y el humo negro
de mis noches sombrías.
No lo olvides,
me echarás de menos cuando arda,
cuando sólo sea fuego,
nada más que un recuerdo en llamas,
y lo único mío que te quede
sea el triste crujir de mis cenizas,
llorando a gritos tu nombre.
  © D.A.S 2010


Recomendación musical:  Palace brothers - Days in the wake
Allá por el año 1994, cuando el ahora archifamoso Wild Oldham creaba escondido bajo el pseudónimo de Palace Brothers, apareció esta pequeña joya de folk lo-fi desgarrado y conmovedor.
El disco puede resumirse en el poder de sugestión de la descarnada voz de Oldham, las sencillas y preciosas melodías de su guitarra y una producción de andar por casa, todo ello bajo el manto de una literatura brutal que enamora y emociona sin remedio, y transmite una tristeza tan pura y verdadera que provoca alegría en el oyente.  Paradójico, sí.
Sus hermanos le echan una mano en el bajo y algún arreglillo.
Uno de mis discos favoritos de uno de los mayores talentos líricos del folk de nuestra época.
(Canciones para días de lluvia.  Otro día canciones alegres, cuando pase la tormenta)

miércoles, 9 de junio de 2010

LA CAMA VACÍA




“No hay lugar más triste en el mundo
Que una cama vacía.”
Gabriel García Márquez


Como un país desierto y olvidado después de una guerra nuclear,
la cama vacía es un lugar triste y fúnebre al que 
ni vencedores ni vencidos quieren acercarse.
Sentir la ausencia dormir tan cerca
mientras navegas por la sincera honestidad de los sueños 
duele como duele la sangre,
y desde la inconsciencia onírica el corazón
no se atreve a despertar y mirar el hueco vacío
a un lado y al otro, un día más. 
No hay roces de madrugada, no existe el aire compartido
ni el amor por la mañana cuando la cama está vacía.
El cuerpo de los hombres es débil y no está hecho
para ser capaz de soportar el asqueroso círculo vicioso
de los días de tragedias y las noches en soledad,
el descanso diario sólo es realmente verdadero
cuando el amor (o algo parecido) duerme a tu costado.
Esto es así.
La ciudad arderá y el cielo escupirá fuego,
pero si él o ella está a tu lado
en la habitación reinará la paz del ruido silencioso
de los latidos de dos corazones que se sueñan el uno al otro,
y el sabor agridulce del beso de buenas noches.

No lavo las sábanas desde la última vez que las sudamos
confundiendo amor y sexo,
las mañanas son tan tristes como el resto de los días
desde que tú no estás en ellas,
y las noches escuecen igual que han hecho siempre.
Mi cama ya no me quiere desde que permití que te marcharas,
se queja y protesta no dejándome descansar y despertándome
cada día con el cuerpo dolorido y los ojos inyectados en vidrio.
Las paredes cada día parecen más estrechas,
esta casa se está volviendo loca sin ti,
y yo tengo el más axiomático de todos los problemas:
no sé hacerlo mejor.
© D.A.S 2010


Recomendación literaria:   Nadie Gana - Jack Black
La joven editorial Escalera ha puesto en marcha uno de los proyectos más interesantes del panorama literario español: la colección Precursores.
Esta colección trata de publicar libros que, a pesar de permanecer inéditos en España, poseen una importancia capital y fueron influencia de los grandes autores.  
¿Qué libros leía Cortázar?   ¿Y Kerouac?  ¿Y Burroughs?
Pues bien, Burroughs leía, entre otros, este que aquí nombro, y de hecho en esta edición es él mismo quién escrible el prólogo (un prólogo para enmarcar, por cierto).
"Nadie gana" es la novela autobiográfica de Jack Black, un vagabundo, un ladrón profesional, un eterno convicto, precursor, nunca mejor dicho, del universo beatnik que reventó USA en la década de los 50.  
Jack Black se dedicó a robar desde que era un niño, y poco a poco se fue convirtiendo en una leyenda de los campos de vagabundos que inundaron Estados Unidos después de la caída en desgracia del salvaje oeste y la industrialización extrema de finales del siglo XX.  Robos, fumaderos de opio, idas y venidas a la cárcel, personajes pintorescos y encantadores, la vieja América en estado puro... todo esto y mucho más dentro de un libro que es, en definitiva, un testimonio precioso de aquel inframundo de ladrones, borrachos, putas y maleantes, una historia llena encanto que habla de la amistad, del valor del dinero, de la sociedad de consumo, del hedonismo... 
Nostálgico e inspirador, su lectura da ganas de coger una mochila y perderse confiando en  que la bondad de un mundo sin dinero, sólo con personas, es posible (qué ilusos).  
Leédlo, por favor.
 


viernes, 4 de junio de 2010

LA CIUDAD ES ESTO

 La Rambla.  Barcelona

- Apunte del cuaderno "El hombre que salió a pasear" -

Buscar, mirar, comprar, darte la vuelta, equivocarte, 
la chica de al lado, 
gritos desde el balcón, ruido, miradas que no dicen nada, 
los ojos ya no saben hablar, baldosas, adoquines, 
farolas fundidas, la vida está de oferta, 
luces de colores, 
una brisa maloliente recorre los estrechos pasadizos de los barrios bajos, 
el sol se va, vuelve, te detienes, recuerdas, mejor olvidarse, 
el teléfono suena, nadie habla, las palabras no existen, 
las piernas se quejan, ver, creer, sentir, tener, 
quizá algún día, 
seguir caminando, la gente ríe, el dinero vuela, 
el centro de la ciudad brilla, las esquinas se alimentan, 
los restaurantes están llenos pero los bares están vacíos, 
los edificios son más altos y las personas más pequeñas, 
tomas drogas, escuchas cosas, saltas
cruzas, esquivas,  te chocas, nadie pide perdón, los tiempos cambian, 
tus abuelos han muerto, ¿dónde están tus padres?, 
la gente habla muy alto, los ojos te escuecen, 
dejaste de fumar, pero no dejaste de, dejar  de, volver a ver, 
tener cuidado, la chica de al lado, enamorarte, caer,
levantarte y seguir caminando, 
estudiar o trabajar, la barra del bar o la orilla del mar, 
llegar hasta el puerto, perderte en los mástiles de los barcos, 
llorar por dentro, te gustaría escapar, atreverte, 
nadie va a venir a buscarte, 
miras hacia atrás, locura, humo, ruido, dolor de cabeza, 
alguien mira, la gente observa, nadie dice nada, 
agachas la cabeza, una vida entera, 
espera tu momento, sigue caminando, 
la ciudad es esto.
© D.A.S 2010


Recomendación musical: The moldy peaches - The moldy peaches

Ante el improbable caso de que todavía alguien no conozca a los Moldy peaches, cuelgo el disco.
El archifamoso Adam Green y la genial Kimya Dawson se divirtieron en la Universidad encerrándose en una buhardilla con una guitarra, un trozo de batería, un ordenador, un par de bolsas de marihuana y otra de crack y grabar este disco, revolucionando así el concepto indie de producción musical.  Por lo visto no hacía falta mucho más para hacer un álbum inolvidable.  Bueno, eso y toneladas de talento claro, que por algo ahora por separado cada uno está donde está y este disco sigue vivito y coleando.
Una colección de canciones que va desde los ritmos lentos y ultraemocionantes de "Jorge Regula" o la trilladísima "Anyone else but you", hasta joyas lo-fi como "Steak for chicken", himnos surreales de literatura bizarra y enferma ("Downloading porn with Davo"), punk-pop cutre, gracioso y encantador ("Little bunny foo foo"), hits que serían número 1 en las billboards de haber estado enfocados de otra manera ("Who's got the crack") o baladitas de piel de gallina ("The ballad of Hellen Keller and rip Van Winkle").  Y un largo etc., una mezcla de estilos salvaje y sin complejos.  Un disco magnífico que viene bien para recordar que antes de que al Primavera Sound fueran 100000 personas, el indie solía ser esto.

martes, 1 de junio de 2010

JIM FENDERS (NYC)


 42Street.  NYC.

Hay que tener el cerebro muy pequeño o las pelotas muy grandes para aceptar una proposición de matrimonio teniendo sólo 19 años.
Mark no era ni demasiado valiente ni demasiado idiota, pero había cometido el error de dejar a su novia embarazada. Llevaba ya más de tres años saliendo con Lily y a pesar de que no habían hecho el amor más de media docena de veces, ella se había quedado preñada.
   Lily era una chica bastante voluminosa, nadie se dio cuenta de la situación hasta que ya se llevaban casi cuatro meses de embarazo, y practicar un aborto a finales de los 50 era casi imposible.  Médicamente no era un juego de niños, no se arreglaba con una pastilla o un simple golpe de bisturí, y aunque hubiese resultado más sencillo, socialmente era una práctica considerada totalmente amoral.
            Además, las familias de ambos eran amigas desde hacía muchos años, Mark, Lily, los chicos y yo llevábamos juntos desde que éramos unos críos.
Ellos, las familias, lo tenían muy claro, el niño nacería.  El motivo principal por parte de la familia de Lily era irrefutable, su tía materna había abortado hacía menos de dos años, le hicieron una chapuza y nunca más podría volver a tener hijos. En el lado de Mark las razones eran todavía más sencillas: su abuelo había sido el diácono del pueblo durante muchos años, su apellido llevaba varias generaciones bendiciendo la mesa y cantando salmos los domingos. Sus familias eran los típicos estereotipos de conservadurismo rancio y anticuado dentro de una comunidad rancia y anticuada. No tenían salida.
            En la Universidad la noticia se expandió del mismo modo en el que la televisión anuncia una catástrofe mundial o el augurio de una nueva gran crisis: rápido y sin criterio.
            Lily dejó de acudir a clase en cuanto sus padres se enteraron del suceso y Mark aguantó sólo un par de días.  La gente le miraba por los pasillos cómo si fuera un desgraciado y los profesores no podían evitar dedicarle varios gestos de desaprobación a lo largo de los insoportables soliloquios que acostumbraban a ser las clases.  No importaba que hablasen de la Antigua Roma o de la política exterior de nuestro país, Mark no se libraba de las afiladas miradas con el ceño fruncido que hacían caer sobre él toda la vergüenza que cabía en aquellas frías aulas.
            El único profesor que mostró un poco de comprensión y que trató de ayudar a Mark fue el señor Lurie, nuestro maestro en Antropología. El señor Lurie no estaba bien visto dentro del resto de docentes de la escuela, sus pantalones vaqueros, la música rock’n’roll que salía de su coche al llegar a la escuela o el hecho de que fumase delante de los alumnos solían ser un tema de conversación recurrente desde las mujeres de la limpieza hasta el decano de la Universidad. Pero era el mejor. Había estudiado en Europa y trabajado allí muchos años, incluso había publicado un libro. Él nos apreciaba, no tanto cómo nosotros a él, pero nos tenía cariño. Mark, Jules y yo no éramos los mejores estudiantes, pero éramos vivos, pícaros y divertidos, cualidades que, sospechaba, hacían rememorar al señor Lurie su no tan lejana juventud.
            El segundo día que Mark aparecía por la Universidad nos cruzamos con él al salir de clase. Se acercó a nosotros con su vieja pluma siempre asomándole en la oreja a través del pelo negro, sonriendo mientras miraba a Mark de arriba abajo.
- Chico, la has hecho buena, ¿cómo se te ocurre dejar preñada a esa jovencita? - dijo en tono jocoso.
Mark miraba al suelo con gesto avergonzado, sin saber qué decir.
- ¿Y qué, cuando es la boda? - preguntó bordeando la línea entre la alegre broma y la triste seriedad.
- La semana que viene.
- ¿De verás?  - contestó sorprendido.
Mark asintió sin dejar de mirar hacia el suelo mientras el rostro del señor Lurie comenzaba a parecerse al de alguien a quién acaban de darle una horrible noticia.
- Escucha Markie, no sé que quieres hacer, eres joven y supongo que estarás hecho un lío, piénsalo bien, sé que puedes estar enamorado de esa chica, pero la vida es muy larga y el mundo muy grande, tienes mucho camino por delante, la vida no se acaba en este pueblo.
Mark estaba muy tenso, podía notarlo, le conocía bien. El señor Lurie no le conocía tan bien, pero no le hacía falta, también notó enseguida la creciente ansiedad de Mark.  Se acercó más a él y puso la mano sobre su hombro mientras con la otra sacaba un libro de su maletín de cuero negro.
- Escucha Markie, mi hermano mayor me dio este libro cuando yo aún era un muchacho, lo he leído por lo menos diez veces.  Es tuyo.  Y recuerda, pienses que has tomado la decisión correcta o no, tienes razón. – le dijo mientras cogía la pluma de su oreja y escribía algo con ella en una de las últimas páginas.
- Esta pluma es eterna, lo que escribe dura para siempre, es imposible borrarlo. – parloteó sonriendo con el libro entre las manos mientras finalmente se lo entregaba a Mark.
Todos nos quedamos en silencio por un instante, hasta que el señor Lurie volvió a hablar.
- Cuida de él, no es fácil ser un buen amigo, tendrás que esforzarte. – dijo con la mano todavía sobre el hombro de Mark mientras me miraba con gesto cómplice.
- Es mi mejor amigo, me cortaría un brazo por él si fuese necesario. – dije rápidamente con tono decidido y emocionado.
- Y yo también. – dijo Mark levantando enseguida la cabeza y mirándome primero a mí y después al señor Lurie.
- Lo sé chicos, lo sé, no debéis permitir que nadie nunca os quite eso.
Y se marchó caminando con la chaqueta agarrada echada a su espalda colgando únicamente por el soporte de su dedo índice.  Mark y yo nos quedamos mirándole y permanecimos inmóviles hasta que vimos su descapotable de color rojo alejarse por la vieja carretera de tierra.

La semana siguiente vi a Mark una sola vez, estaba demasiado ocupado con los preparativos de la celebración.  Es curiosa la rapidez con la que se suceden las cosas.  La sorpresa inicial y el revuelo que había causado en el pueblo el embarazo de Lily y el posterior anuncio de la boda habían mutado a una sincera emoción popular tanto respecto a la sagrada unión cómo ante la llegada del bebé.
La gente en el barrio lo comentaba alegremente, celebraban que aún quedasen parejas cómo las de antes, padres jóvenes que no tuvieran miedo a comprometerse.
Yo, por mi parte, no lo veía tan claro. Mark y yo éramos amigos desde siempre, lo conocía mejor que nadie, era un chico algo travieso y alegre, simpático y bastante listo, habíamos pasado tardes enteras tirados frente al río planeando mil viajes primero al otro extremo del país, después a Europa, y finalmente a sitios recónditos y exóticos cómo Australia o África.  Desde que fuimos unos simples chiquillos soñábamos con escapar de casa y vivir mil y una aventuras.
Cuando conocimos al señor Lurie siempre hablábamos con Jules acerca de que terminaríamos montando nuestra propia banda de rock y seríamos famosos, recorriendo el mundo mientras conocíamos a chicas de todos los países.
Mark estaba enamorado, o eso parecía al menos, y Lily era una gran chica, pero de ahí a que tu vida termine cuando aún no has cumplido los veinte hay un gran paso.  Dudaba mucho que mi amigo quisiera hacerse mayor tan deprisa.
En la única visita que pude hacerle lo noté preocupado, ausente, extraño. Estaba de pie mirando un póster con la imagen de Rita Hayworth que tenía colgado sobre el escritorio de su habitación.
- ¿Cómo estás amigo? ¿Contento? - dije intentando sacarlo de su embelesamiento.
- No sé que decirte, esto es demasiado, estoy aturdido, los días pasan rápido y aún no sé que pensar.
- Vamos, anímate, no eres el primero que se casa, además, seguro que tampoco está tan mal. – le dije mintiendo, intentando hacerle sentir mejor.
- Tú y yo siempre nos reímos de la gente que se casa tan joven.  El año pasado cuando tu hermana anunció su boda con Mike estuvimos meses metiéndonos con ella, y ni siquiera estaba embarazada. – contestó con pesar.
- Bueno, pero esta vez sois Lily y tú, es diferente.
- ¿Por qué es diferente? - preguntó sorprendido.
- Bueno, por eso mismo, porque eres tú.
- No es diferente, es igual que todos los demás. – contestó desviando sólo por unos instantes la mirada del enorme póster en blanco y negro.
No pudimos hablar mucho más, su madre y sus tías estaban en casa probándose miles de vestidos y obligando a Mark a ensayar una y otra vez las posiciones, los gestos y las palabras que tendría que repetir en la ceremonia.

El día de la boda fue el más bonito de lo que llevábamos de primavera. El cielo estaba azul y el sol brillaba, pero sin llegar a imponer un calor demasiado severo.
Yo, lógicamente, era el padrino, y mi deber era acompañar al novio desde primera hora de la mañana. Me desperté muy temprano y fui a casa de Mark. Mi presencia pasaba totalmente inadvertida ante la marabunta de familiares que recorrían la casa arriba y abajo, hablando, gritando, sonriendo nerviosamente, excitándose los unos a los otros con palabras llenas de un júbilo desenfrenado e irracional.
Traté en varias ocasiones de acercarme a Mark para charlar con él un rato antes de llegar a la iglesia, pero me resultó del todo imposible. Mientras hordas de hombres, algunos de los cuales no había visto en mi vida, le rodeaban continuamente inundándole con consejos acerca de la vida, yo estaba prisionero en la cocina aguantando los interminables e insufribles lamentos de su madre por perder a su pequeño; lamentos que se convertían en cuestión de segundos en sentidas alabanzas a su madurez y palabras de orgullo hacia su inminente matrimonio y paternidad.
Salimos de casa de Mark en el coche de su padre. Él iba de copiloto, su padre conducía y yo iba embutido en la parte de atrás entre los hermanos de su padre y su madre. Los hombres llevaban bebiendo desde el principio de la mañana, estaban alegres y parlanchines, no dejaban de hablar en voz alta jactándose de su hombría y mofándose primero de sus mujeres, y después de todas las mujeres.  La conversación fue subiendo de tono hasta que el padre de Mark y uno de sus tíos hicieron un comentario fuera de lugar acerca del club de alterne que había a las afueras del pueblo.  Ni Mark ni yo lo entendimos del todo, pero cuando terminaron de bromear acerca de aquello giró su cabeza y me miró con ojos tristes y gesto cabizbajo.  Me dejó muy preocupado.
A llegar a la iglesia los invitados se amontonaban en la puerta, exultantes, luciendo sus mejores galas, en la mayoría de los casos, sus únicas galas.
Jules, Suzanne y el resto de nuestros amigos habían quedado temprano para desayunar en “Timothy’s” antes de ir, pero no llegué a encontrarlos entre aquella maraña de gente.
Pasamos dentro de la iglesia, ya había muchas mujeres mayores sentadas aleatoriamente en las filas no asignadas para la familia, ese tipo de mujer mayor sin vida propia que vive simplemente para empatizar con los demás. Sus alegrías, sus mejores momentos, son los de los demás, del mismo modo que sus tiempos más tristes, dónde todo es muerte y pesar, también son los de los demás. No faltaban nunca a ninguna boda, y mucho menos a un entierro.  No tenían vida propia.
Todavía no había visto a Lily, la tradición que dice que da mala suerte ver a la novia antes de la boda estaba en esa época más viva que nunca.
Me escabullí a una de las muchas habitaciones medio escondidas y recónditas que había en la iglesia y encendí un cigarrillo.
Lo fumé mientras daba vueltas por aquella diminuta estancia pensando en cómo actuaría yo si estuviera en la situación de mi amigo. ¿Qué hacer si se supone que tu novia va a tener un hijo tuyo y vuestras familias han decidido que os caséis? ¿Salir huyendo? Quizá sería la mejor opción después de todo.
De todos modos no era yo quién se casaba, era Mark, mi mejor amigo, así que mi deber era compartir aquel momento con él y dedicarle las palabras adecuadas y mi mejor sonrisa.
Cuando estaba a punto de terminar el cigarro apareció por la puerta el padre de Mark:
- ¡Chico! ¿Qué demonios haces aquí? Te hemos buscado por todas partes maldita sea, los invitados ya casi han terminado de entrar, Mark te está esperando arriba, ¡date prisa!
Subí corriendo las escaleras hasta la habitación en la que Mark, solo, me esperaba para la última charla antes del gran momento. También era tradición que el padrino fuera el último que acompañara al novio antes del paso definitivo.
Entré en la habitación y observé a Mark sentado en una silla con la cabeza apoyada hacia delante sobre sus manos.  Me acerqué hasta él, estaba temblando.
- ¿Markie, estás bien amigo? - pregunté preocupado.
- No, claro que no estoy bien, me voy a casar joder, ¿cómo quieres que esté bien? Ya no va a haber banda de rock, no va a haber mujeres, ni rubias ni morenas, no vamos a viajar a Europa ni a África, ¿cómo quieres que esté bien?  - dijo entrecortadamente.
- Pero, ¿qué quieres decir? Esta es tu boda, vas a tener un hijo.
- Se la he metido tres veces a Lily, ¿tú crees que pensaba que se iba a quedar embarazada? - contestó nervioso.
- No, supongo que no. Escúchame amigo, por lo visto esto es lo normal antes del gran momento, son los nervios nada más. Lily es tu chica, vais a tener un hijo juntos y todo va a salir bien, relájate ¿de acuerdo?
- No quiero relajarme joder, tienes que ayudarme, eres mi mejor amigo, no quiero casarme demonios, no ahora y no así al menos. Esto es demasiado, no sé que hacer, tienes que ayudarme. – Mark sollozaba amargamente y hablaba de un modo enormemente desesperado.
- Vamos Markie, estoy aquí, soy tu amigo, tranquilízate.
Nos abrazamos y Mark comenzó a llorar como un niño pequeño, desconsolada y nerviosamente. Nunca lo había visto tan hundido.
- Esto me supera, ha ido demasiado lejos, tienes que ayudarme, yo no sé que hacer, no sé que hacer, tienes que ayudarme, hasta ahora siempre nos hemos salvado el uno al otro, no me dejes ahora por favor. – dijo Mark mientras sus ojos rojos e hinchados miraban directamente a los míos.
Se sentó y volvió a poner su cabeza apoyada sobre sus manos.
Yo caminé hasta la pequeña ventana desde dónde se observaba el interior de la iglesia. La familia de Lily estaba a la izquierda, la de Mark a la derecha, detrás de ambas estaban los amigos de cada clan, podía ver a Jules, Suzanne y los demás, y detrás de estos una mezcolanza de amigos comunes, viejecitas alegres, niños, etc.
Busqué al señor Lurie en medio de todo aquel caos, pero no lo encontré. Volví a escrutar el bullicio durante unos instantes más con la misma suerte. No había venido.
Me acerqué a Mark, aún estaba llorando.
- Deja de llorar amigo mío, vamos a salir de esta.  No te casarás hoy, lo prometo.  – dije con gran decisión.
Mark se secó las lágrimas de las mejillas y me miró con gesto de extrañeza, totalmente confundido.
Salí de la habitación a toda prisa buscando al reverendo Miller. Intenté abrir todas las puertas que encontré a mi paso, pero estaban cerradas, tras forzar el pomo de una de ellas y cuando ya estaba reanudando mi carrera escuché algo:
- ¿Quién anda ahí?
- Soy el padrino de la boda, reverendo Miller.
El reverendo abrió la puerta, vestido para la ocasión.
- Hola muchacho, date prisa, deben estar esperándonos. – espetó risueño mientras comenzábamos a recorrer el pasillo hacia las escaleras que llevaban al patio inferior.
- Padre, Escúcheme por favor, esta boda no puede celebrarse, ¡Mark no quiere casarse, todo esto es un terrible malentendido!
El reverendo me miraba con gesto de desaprobación, casi de enfado.
- No digas sandeces muchacho, Mark está nervioso, cómo todos antes de casarse, nada más. – contestó impasible mientras continuábamos caminando.
- Pero padre, ¡tiene que escucharme, por favor! ¡Mark no quiere casarse, tiene que ayudarme a parar todo esto!
- Escucha jovencito, tu amigo ha dejado embarazada a esa muchacha, debe casarse y formar una familia, no hay más que hablar, no tiene elección – contestó el padre definitivamente enfadado.
Llegamos al final del pasillo y agarré al reverendo por el brazo intentando frenarlo, él se dio la vuelta, me miró con cara muy seria y habló.
- Dile a tu amigo que baje enseguida, esto tiene que empezar. – dijo mirando cómo mi mano agarraba su brazo.
- Padre, por favor, tiene que escucharme, ayúdeme a parar esto. – insistí desesperadamente, fuera de mí.
- Vete al infierno mocoso. – contestó con desprecio.
El reverendo Miller se dio la vuelta y comenzó a bajar por la escalera. Miré fijamente su ridículo gorro y le empujé violentamente con ambas manos. Salió despedido emitiendo interrumpidos y sonoros gritos mientras daba volteretas durante los 23 escalones que separaban el piso superior y el inferior. Volví corriendo a la habitación y me encontré con Mark justo en la puerta.
- ¿Qué ha pasado?
- Vuelve a la habitación. – contesté mirándole fijamente a los ojos.
Mark se dio la vuelta y entró de nuevo en la habitación. Cerré la puerta tras de mí y fui corriendo hacia las escaleras. Cuando llegué, el padre de Mark y el de Lily ya estaban rodeando el cuerpo del reverendo, bajé corriendo las escaleras y recé para que estuviera muerto.

El viejo reverendo Miller falleció en el acto.  Fue una desgracia que tropezase y cayese por las escaleras.  El pueblo entero se cubrió de luto y Mark no se casó. Cinco días después de aquello nos escapamos hacia el Oeste. Al llegar a San Francisco comenzamos a frecuentar los sórdidos ambientes del jazz y los hipsters. Formamos un grupo de música, pero no nos fue nada bien, demasiadas drogas y muy poco dinero.  Fueron tiempos extraños, estuvimos casi tres años dando tumbos, viajando y viviendo con lo mínimo, consumiéndonos poco a poco.  Una noche discutimos violentamente y a la mañana siguiente cada uno siguió su camino.  No he vuelto a ver a Mark desde entonces.
Las cosas han cambiado mucho, yo retomé la carrera e hice nuevos amigos, ahora soy contable en Albany y pasado mañana me caso con Betsy, mi novia desde los últimos seis años.
No sé cómo demonios ha podido encontrarme el cartero, pero esta misma mañana he recibido un paquete de Mark. En la parte frontal del sobre solamente pone “Para Jim Fenders, NYC” y a juzgar por el matasellos él debe estar en algún lugar de Europa.
Dentro del paquete está el viejo libro que el señor Lurie le dio al enterarse de su boda con Lily hace ya muchos años. El libro está maltratado y bastante estropeado, pero en la última de sus hojas, contra todo pronóstico, todavía puede distinguirse la dedicatoria que nuestro antiguo maestro había escrito con su vieja pluma. El trazo no era tan imborrable cómo el señor Lurie siempre nos hacía creer, no se entiende demasiado bien, pero a pesar de todo he conseguido leerla.
Resulta agradable comprobar que después de todo quizá sí haya cosas que duren para siempre.
© D.A.S 2009 

Recomendación musical:  Dum Dum girls - Blissed out
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El concepto de los girl-groups del señor Phil Espectro adaptado al shoegaze y el revival C-86.  Chicas guapas, composiciones minimalistas, melodías ultra-pegadizas, distorsiones sencillas en las cuerdas, ritmos fáciles y poca floritura más, ¿quién las necesita cuando tus canciones molan?

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