lunes, 22 de marzo de 2010

CIRCO MONTISANTTI (3/3)



La siguiente semana transcurrió de un modo prácticamente similar a los últimos días.  Lou se despertaba por el calor del sol en su espalda pero ya no sentía miedo ni angustia por si Laura estaría en casa, y se levantaba tranquilamente nada más abrir los ojos.  Pasaba las tardes bebiendo y mirando su colección de películas y cuando se acercaba la hora en la que Laura regresaba del trabajo cogía una botella de vino del mueble-bar, la descorchaba, la envolvía en una bolsa y recorría el camino hasta el circo Montisantti.  Una vez allí, se sentaba en la última fila y pasaba la función bebiendo y dividiendo las miradas entre la gente de su alrededor y lo que sucedía sobre la pista.  Cuando regresaba a casa, Laura ya estaba dormida, él se acostaba a su lado sin hacer ruido y dormía plácidamente.  Ya no le preocupaba encontrar trabajo, ni siquiera buscaba, tampoco Laura le importaba ya, se había dado cuenta de que hacía mucho que la había perdido.
Pasaron los días y las fiestas del barrio vecino terminaron, pero Lou continuaba acudiendo noche tras noche al desolador circo Montisantti.  Cuando se hubo aprendido de memoria todos y cada uno de los números que se representaban, empezó a fijarse única y compulsivamente en los escasos espectadores que poblaban los estropeados graderíos de la carpa.  Se dio cuenta de que aquellas personas no eran idénticas, como le pareció el segundo día que acudió a ver la función, pero que sí eran iguales.  Él solamente era uno más dentro de aquella patética colección de nadies.
Una noche la puerta de la habitación estaba cerrada cuando Lou llegó, así que durmió vestido en el sofá del salón.  A la mañana siguiente despertó con un horrible dolor de cabeza, pasó el día exactamente del mismo modo que los anteriores y cuando se acercó la hora en la que Laura aparecía Lou emprendió su camino hacia el circo.  Habría podido hacerlo con los ojos cerrados, llevaba ya tantos días acudiendo allí noche tras noche que estaba seguro que podría caminar los pasos exactos, pagar la entrada con el dinero justo y sentarse exactamente en el mismo asiento donde lo venía haciendo desde hacía dos semanas.  Seguramente ni siquiera haría falta que abriese los ojos cuando comenzase la función, la conocía tan bien, con tanto detalle, que no habría sido necesario mirar para saber lo que estaba ocurriendo.
Callejeó hasta la explanada donde estaba el Montisantti y, una vez allí, su mente se nubló y su cuerpo se quedó petrificado, hundido ante el enorme hueco vacío, la tierra marrón y embarrada que cubría la superficie donde había estado el circo, y donde ya no había nada.
Regreso cabizbajo, con las manos en los bolsillos y dando pequeños pasos, sin ninguna gana de volver a casa.  Pasó por delante del bar de Nigo y entró a tomar una cerveza.  Charlaron durante un rato y cuando Nigo estaba ya a punto de servirle la segunda Lou negó con la cabeza y salió del bar.
Entró en el portal de su casa y, aunque no la vio y las luces estaban apagadas podía sentir los ojos de aquella vecina odiosa posados sobre su cuerpo. 
Cuando entró en casa encontró a Laura con varias maletas y cajas extendidas por el salón.  Comprendió enseguida lo que ocurría y no fue necesario hablar mucho.  Al día siguiente se marchó de allí.

Laura comenzó a frecuentar de nuevo el bar de Nigo, no le gustaba mucho el fútbol antes de su relación con Lou, pero ahora encontraba reconfortante bajar a ver el partido mientras tomaba una cerveza, mirando una pantalla sin mayor preocupación que su equipo ganase o no, y eso no llegaba casi a preocuparle porque ni siquiera tenía equipo, siempre había animado al de Lou.
La vecina cotilla ahora la saludaba cuando la veía pasar por debajo de su balcón, levantaba la mano con gesto amable y soltaba algún grito ininteligible que Laura imaginaba querría decir algo parecido a hola. 
También solía ir a comprar al comercio del pakistaní a partir de las diez de la noche, cuando el resto de las tiendas estaban cerradas.  El joven que regentaba el lugar seguía siendo tan amable como cuando Lou y ella se mudaron al barrio.
Los meses pasaron y Laura era feliz, o al menos no era infeliz, no tanto como antes, eso seguro.  Lou desapareció y Laura no quiso saber más, el final de su relación había sido demasiado tormentoso como para querer mantener el contacto. Su entorno se lo había puesto fácil, sus amigos y amigos nunca habían simpatizado con él y ya en los últimos tiempos eran los que más la animaban a que lo dejase, así que nunca lo nombraban.  Nadie hablaba nunca de él, ni siquiera la vecina chismosa o Nigo, nadie nunca preguntaba por Lou, era como si no hubiera estado allí.  La vida de aquel hombre se hundió delante de sus narices, lo veían caminar día tras día por aquellas calles que también eran las suyas, pero nadie parecía recordarlo.
Más de un año después, Laura comenzó a salir con otro hombre, un abogado serio y guapo que la trataba como merecía.  Una noche él le propuso ir a una vinatería que le habían recomendado sus compañeros de trabajo, Laura aceptó encantada y cuando vio que se dirigían al Florida el corazón le dio un ligero vuelco dentro del pecho.
Laura recorrió en silencio aquel camino tan odiosamente familiar y, casi por primera vez, comenzó a recordar a Lou, y se dio cuenta de que en todo ese tiempo apenas lo había hecho.  Quizá había sido algo injusta, pasaron muy buenos momentos, tan buenos que cuando aún estaban juntos ella solía pensar en él como su primer gran amor.  Laura volvió a pisar los viejos adoquinados que llevaban al Florida recordando las veces en las que había hecho lo mismo colgada del hombro de Lou, sonriendo y besándose y siendo casi felices.  Deseó que el abogado sólo pretendiese tomar una copa o dos y así poder salir de allí cuanto antes, no quería tener nada que ver con nada que le pudiera recordar el pasado.
Cuando entraron al Florida Vely sonrió en dirección a ellos con una mueca que le inundaba toda la cara y, con los ojos iluminados, abrazó a Laura cariñosamente desde el otro lado de la barra.  Esta presentó a ambos hombres y la pareja se sentó en la barra, pidieron una botella de vino y charlaron animadamente con Vely.  En un momento, el abogado serio y guapo fue a hacer cola al baño, el local estaba abarrotado.  Laura se quedó a solas con Vely, y mientras él le hablaba de un nuevo vino argentino que había recibido, ella se preparaba mentalmente para lo que parecía inevitable, hablar de Lou.
- El cultivo de uva syrah en el centro de Argentina tiene unas condiciones climáticas que nunca se van a poder alcanzar aquí, pasa lo mismo en Australia, al fin y al cabo la uva es una fruta y no se desarrolla con la misma capacidad en todas partes.  Los argentinos tardaron años en descubrir que ese tipo de uva era el ideal para aquellas tierras, probaron con muchísimas otras, Petit Verdot, Pinot Noir, Merlot… hasta que descubrieron que esa y no otra, era la más adecuada para ese espacio de terreno en concreto.
- Entiendo, es muy interesante.  – comentaba Laura con gesto absolutamente ausente.
Vely siguió hablando de uvas, de vez en cuando se hacía el silencio y ninguno de los dos hablaba, y sólo se escuchaba el tintineo de los anillos de Laura chocando contra la copa debido al movimiento nervioso de su mano temblorosa.  Continuaron así unos minutos más, alternando el tema de conversación entre el vino y las cosas más triviales.  Laura se relajó, e incluso empezó a reírle las bromas a Vely. 
Unos minutos después el abogado salió del baño.  Laura y él pidieron otra botella, y cuando la terminaron preguntaron por una mesa para cenar allí mismo.
© D.A.S 2009 

viernes, 19 de marzo de 2010

CIRCO MONTISANTTI (2/3)



Lou se quedo callado, y Laura pensó que estaba dormido y no quiso despertarle.  Se puso el camisón y se tumbó en la otra mitad de la cama.
A la mañana siguiente el sol entraba por las rendijas de la persiana y daba directamente en la espalda de Lou.  Cuando este se despertó abrió los ojos y vio la habitación tenuemente iluminada, se mantuvo inmóvil durante unos minutos, sin saber exactamente que hora era y en tensión por el hecho de que quizá Laura estuviese todavía en casa.  Cuando por fin se decidió dio media vuelta y comprobó que la cama estaba vacía.
El día transcurrió como un calco de los anteriores, triste y aburrido.  Cuando cayó la tarde Lou se sirvió una copa de vino y descubrió en el mueble bar la botella de Cirsus que había comprado el día anterior.  Sintió un impulso irracional y melancólico, mezclado con algo que casi parecía ser alegría, y decidió preparar una cena especial y beber el vino junto a Laura aquella noche.
Rebuscó en los armarios y la nevera y encontró dos confits de pato que, casualmente, caducaban precisamente aquel día.  Dio vueltas durante un rato a la manera de cocinarlos y, tras ojear un par de libros de cocina, se decidió por lo que le resultó más llamativo y original, acompañarlos con una salsa de chocolate.  Tras casi dos horas en la cocina el pato estaba en el horno ya cocinado, reposando sus últimos jugos y cubierto por una suave salsa de chocolate y especias, la mesa estaba puesta y en el medio de la misma había una ensalada con un aspecto precioso, como sacada de un cuadro, una fiesta de colores y formas con lechugas de diferentes variedades y pedazos de fruta.  Al lado de la ensalada estaban las dos copas Burdeos con las que antes se emborrachaban juntos y con las que ahora se emborrachaban solos y junto a ellas la botella de Cirsus que Lou había comprado en el Florida la noche anterior.
Lou se relajó en el sofá a esperar a que Laura apareciese por la puerta y se sintió feliz por primera vez en mucho tiempo.  Si había sido capaz de luchar contra sus demonios y dejar a un lado la pereza y la desgana para intentar hacer sonreír a Laura, si había logrado dar ese paso, quizá podría a partir de entonces conseguir dar muchos otros.  Aquello era sólo el principio, estaba volviendo a luchar por lo que quería, quizá después de todo aún estuviese a tiempo de salvar su vida.
Puso un disco de Schubert interpretado por el Keller Quartet que Laura le había regalado hacía varios años y que acostumbraban a poner en las ocasiones especiales y esperó.  Esperó.
El tiempo iba pasando y Lou comenzaba a impacientarse.  Decidió darse de tiempo una pieza más y cuando terminó el Allegro que aparecía en la película “La muerte y la doncella” cogió el teléfono y marcó el número de Laura.
- ¿Hola?
- Hola Lou, ¿qué ocurre?  Estoy en el centro cenando con las chicas.  – dijo la voz de Laura con un suave tumulto como ruido de fondo.
- Hola, llamaba sólo para preguntar si ibas a venir a cenar.  – contestó tímidamente Lou.
- Ya estoy cenando, iré después a casa.
- ¿Llegarás tarde?
- Es posible, quizá salgamos a tomar una copa, es viernes.
- De acuerdo, adiós.  – dijo Lou cerrando la conversación con un tono de absoluta tristeza totalmente imperceptible para Laura.
Nada más colgar el teléfono se dirigió hacia la mesa, descorchó la botella de vino, se sirvió una copa y regresó de nuevo al sofá.  Cuando terminó la botella comenzó a recoger calmadamente la mesa, volviendo a meter los cubiertos en el cajón, las velas en el armario, la copa de Laura en el mueble bar.  Casi no se acordaba de los muslos de pato, abrió el horno y los tiró a la basura.  Tenían un aspecto magnífico, casi idéntico al que presentaban un par de horas atrás, pero ahora le parecían incomibles, además, ya no tenía hambre.  Se sentó de nuevo en el sofá y puso una antigua película muda que solía ponerle de buen humor.  A los pocos minutos, borracho y aburrido, cogió una botella de tinto del mueble bar, la descorchó, volvió a meter el corcho en su sitio y salió a la calle con la botella en una bolsa de plástico.
Al salir se fijó en que su vecina estaba husmeando desde la ventana como de costumbre, la miró fijamente durante unos instantes pero no dijo nada, continuó subiendo calle arriba y cuando pasó por el bar donde primero se emborrachaba con Laura y después se emborrachaba solo y saludó con un movimiento de cabeza al camarero.  Continuó subiendo, a pesar de llevar dos años viviendo en el barrio apenas lo conocía, era una zona residencial con poco movimiento y normalmente cuando salía de casa era para ir al centro o la zona vieja de la ciudad.  Cuando llevaba diez minutos caminando notó que las calles comenzaban a ser más estrechas y las casas más bajas, y en el ambiente se palpaba una algarabía fuera de lo común.  Siguió paseando y descubrió que había cambiado de barrio y que en ese barrio se encontraban en fiestas.  Se dedicó a seguir a las multitudes y estas terminaron por desembocar en una gigantesca explanada en la que había un gran número de casetas de feria y atracciones diversas.  Lou se internó en aquella maraña de ruido, luces deslumbrantes y gente de clase media disparando escopetas y jugando a la tómbola.  Todo el mundo parecía feliz, todos sonreían, gritaban, jugaban.  Lou miraba una y otra vez a su alrededor pero no se sentía desdichado, estaba triste, pero tenía una cosa clara, la felicidad no era eso.
Siguió caminando recorriendo el sendero que parecía llevar al final de todo el entramado ferial, donde se alzaba imponente una enorme carpa de circo en cuya entrada resplandecía brillante un cartel luminoso que rezaba “Circo Montisantti”.  Lou nunca había estado en el circo, lo encontraba romántico, un resquicio de otra época con cierto encanto y unas dosis de excentricidad que le resultaban graciosas, pero nunca había entrado en ninguno.  Sin dudarlo, escondió la botella debajo del brazo, pagó la entrada y pasó al interior. En contraste con la animada aglomeración del exterior, el circo presentaba un aspecto realmente penoso, sin apenas público, a pesar de ser la noche del estreno.
Tras dos horas de payasos, trapecistas, mujeres barbudas, hombres bala y animales imposibles Lou salió con una idea retumbándole en la cabeza: el circo era igual o más triste que la vida misma.  Recorrió de nuevo el camino de salida de la feria peleándose con la marabunta de gente que se amontonaba por todas partes. 
Regresó a casa caminando y poco a poco fue dejando atrás a la ruidosa muchedumbre hasta que, cuando por fin llegó a su barrio, se respiraba una quietud máxima, ya era más de medianoche y normalmente a esas horas no se oía ni un alma.  El bar de la esquina ya estaba cerrado, las luces de su vecina estaban apagadas e incluso el pakistaní tenía ya la persiana de su comercio a medio bajar.
Subió a casa y se sirvió un  bourbon mientras escuchaba de nuevo el disco de Schubert.  Se mantuvo sentado en el sofá con el vaso en la mano moviendo únicamente la cabeza al son de la música que salía del equipo estéreo, hasta que, finalmente, se quedó dormido.
Horas después se despertó nerviosamente, se levantó y miró la hora en el reloj de la cocina.  Eran las 4 de la mañana.  Entró con cuidado a la habitación y se cercioró de que Laura no hubiese regresado todavía.  Se puso el pijama a toda prisa con la intención de no darse tiempo a despertar de verdad y tener que volver a sentirse triste de nuevo, se metió en la cama y, casi al instante, se quedó dormido.
La mañana siguiente el sol en su espalda volvió a despertarle, y de nuevo sintió angustia ante la duda de si Laura estaría todavía tumbada a su lado o preparando café en la cocina.  Decidió esperar un rato y cuando hubo transcurrido alrededor de media hora decidió que era seguro levantarse.  Era más de mediodía y Laura no estaba en casa.  No le dio mucha importancia, preparó el desayuno y leyó la edición digital del periódico.  Cuando estuvo más despejado y tras pensarlo mucho, la llamó por teléfono.
- Hola Laura.
- Hola Lou, ¿leíste mi mensaje?  - dijo Laura secamente.
- No, la verdad es que no.  ¿Dónde has dormido?
- Vinimos a tomar una copa a casa de Marta, se hizo tarde y me quedé aquí, te lo expliqué en el mensaje.
- Entiendo.  ¿vas a venir a comer?
- No creo, hace un día fantástico, ¿no has visto que sol?  Creo que iremos a comer a la terraza del italiano que hay al lado del Museo de Arte Moderno.
- De acuerdo.
- Bien, nos veremos en la cena.  Adiós.
Lou paso el resto del día deambulando entre el mueble-bar, el sofá y la nevera.  Vio un par de películas y se emborrachó.  Se quedó dormido y se despertó cuando ya estaba atardeciendo.  Se dio una ducha y bajó al bar donde solía emborracharse con Laura a ver el partido del sábado.
Salió del portal sintiendo como la mirada de su vecina se le clavaba en la nuca y saludó amablemente al pakistaní que estaba en la puerta de su comercio, el cual le devolvió el saludo con una sonrisa en el rostro.
Cuando entró al bar el partido ya había empezado y había bastante jaleo, se sentó en la barra y pidió una cerveza doble malta.  El camarero le sirvió y se situó junto a él con el codo apoyado en la barra.
- ¿Qué tal te va Lou?  Hacía días que ni Laura ni tú pasabais por aquí.  Al principio veníais juntos, después separados, ahora ni siquiera venís.
- Hola Nigo, qué hay.  No, hacía tiempo que no venía.  No corren buenos tiempos.  – contestó Lou muy serio.  Y después levantó su botella de cerveza y le dio un largo trago, sin dejar de mirar al televisor.
Ambos hombres guardaron silencio unos instantes,  y a pesar del bullicio habitual que se formaba cuando había partido e inundaba todo de gritos, ruidos de botellas chocando y aplausos o abucheos, Lou sintió que todo se detenía y que era incapaz de oír nada.  Se quedó embelesado durante unos instantes, mirando la pantalla sin ver nada, hasta que se dio cuenta de que Nigo le estaba tocando el hombro.
- ¡Chico!  ¡Estás en las nubes!  Te decía que así son las mujeres, no puedes vivir con ellas, pero tampoco puedes pasar sin tenerlas cerca ¿verdad?  - dijo Nigo sonriente.
- Supongo.  – contestó Lou.
Tras unas cuantas botellas más el partido terminó.  El equipo de Lou había empatado.  Salió del bar borracho despidiéndose de Nigo con un apretón de manos y prometiéndole no tardar tanto en volver, y comenzó a andar, siguiendo inconscientemente el mismo camino que había recorrido el día anterior y le había llevado hasta el circo.  Cuando estuvo frente a las taquillas vio que estaba a punto de empezar la última función del día.  Buscó su cartera, casi no le quedaba dinero, pero le llegaba para una de las entradas baratas, así que sacó un ticket y entró.
El circo tenía el mismo aspecto macilento y desangelado del día anterior, y a Lou le dio la impresión de que había exactamente el mismo número de espectadores.  Intentó luchar contra su ebriedad y poner un poco de atención en las caras de las personas que estaban sentadas a su alrededor, no podía asegurarlo, pero habría jurado que aquella gente era la misma que había estado a su lado la noche anterior.  Dio vueltas a este pensamiento durante un rato y llegó incluso a plantearse la disparatada idea de que esas personas siempre estaban allí.
Cuando terminó la función volvió a describir aquel camino que separaba el circo de la puerta de su casa y que comenzaba a resultarle extrañamente familiar.  Cuando metió las llaves se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, entró y saludó a Laura, que estaba sentada en el sofá mirando la televisión.
- Hola, ¿qué tal?
- Bien, ¿de dónde vienes?  - preguntó Laura con tono apagado.
- He ido a dar un paseo.
- Creía que estarías aquí a la hora de cenar.  Pensaba que íbamos a cenar juntos.  – volvió a hablar Laura, esta vez con un tono todavía más afligido.
- No estaba seguro de si vendrías o no, la verdad.
- Preparé sushi, se me había ocurrido hacer una cena especial.  He comprado una botella de Cirsus, pensé que podríamos beberla y charlar un rato.
- ¿Y el sushi?  - preguntó extrañado Lou frente a la mesa vacía.
- Lo he tirado.  Yo no tenía hambre, y al ver que no venías lo he bajado al contenedor, no quería que la casa apestase a podrido.
- Ya, entiendo.  ¿Aún te apetece la botella de vino?  - preguntó Lou tratando de parecer conciliador.
- Mejor tómatela tú, yo me voy a la cama, estoy cansada.  – dijo Laura mientras apagaba la televisión, se levantaba del sofá y salía de la habitación, todo en cuestión de segundos.
Lou abrió la botella de vino, puso la película “Maridos y mujeres” con la intención de establecer metáforas con su propia existencia y se hundió en el sofá. Cuando terminó la cinta, pasó por el baño y fue a la habitación.  Al entrar en la cama se dio cuenta de que Laura estaba despierta, se acercó a ella y le habló a su espalda.
- Laura, ¿estás despierta?  - preguntó con voz dócil.
- Sí.  – contestó ella ásperamente.
- ¿Qué nos ha pasado?  ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?
- No lo sé Lou, pero estoy harta, no aguanto más, esto no tiene arreglo.  – contestó muy decidida.
- ¿De verás crees que esto no tiene solución?  No puedes hablar en serio.  – Aquella pregunta parecía ir más dirigida a él mismo que a Laura, era la primera vez que se planteaba de verás aquello.
- Déjame dormir.  – dijo Laura entre sollozos.  No pudo alcanzar a ver si ella estaba llorando.
Lou dio medio vuelta y se quedó mirando al techo, pensando seriamente en que era muy posible que su historia, como había dicho Laura, y su vida, como él llevaba meses pensando, no tuviesen arreglo.

© D.A.S 2009  





El siempre extravagante John Ringhofer se descuelga definitivamente con este “Cut me down & count my rings”, una bizarra colección de sus compilaciones caseras, EP’s, cassetes antiguos, vinilos y demás rarezas desde el año 2000 hasta la actualidad.  46 temas, la mayoría de ellos de escasa duración, que recorren la trayectoria de uno de los artistas más bizarros, originales y apasionantes del panorama art-pop actual.
Lo extenso del tracklist nos transporta desde terrenos lo-fi ruidosos y saturados, que recuerdan al Ariel Pink menos oscuro y más ligero, hasta atractivas piezas que no superan el minuto y que se basan en dos acordes, un estribillo, un arreglo o un compás, y que resultan atractivas y divertidas a partes iguales a pesar de su reducida duración, como podían serlo las canciones más breves y extravagantes del “69 love songs” de los Magnetic Fields.  Destacar entre todo el entramado del disco los 5 temas sobrearreglados y ornamentales del “What’s the Remedy” (en colaboración con su amiguete Sufjan Stevens), y el frenético medley del 7”  “Why?”.
Un disco extraño y encantador, ajeno a todo convencionalismo y que aúna características del mejor freak-folk de andar por casa con estribillos pop y construcciones luminosas y alegres.  Una obra de musimática amateur confusa y divertida, llena de clase e ingenio, que deja al oyente con una sonrisa en la cara y la sensación de haber escuchado algo bueno y diferente.

jueves, 18 de marzo de 2010

CIRCO MONTISANTTI (PARTE 1/3)



Lou y Laura se habían enzarzado en una violenta discusión por enésima vez en lo que iba de semana.  Era evidente que todo estaba a punto de estallar, así que Lou, consciente de que era el que más tenía que perder, salió de casa dando un portazo y maldiciendo y caminó a grandes pasos hasta la estación de metro más cercana.  Recorrió los gastados adoquines de la calle que separaban su casa del suburbano con los ojos abrasados y la mirada clavada en el suelo, pensando en como aquella horrible escena había llegado a convertirse en algo tan terriblemente cotidiano y cavilando sobre si alguien aparte de él y Laura se darían cuenta de que su vida se estaba yendo al garete.  Quizá la vecina cotilla del piso de enfrente emitiese juicio cada vez que Lou salía del portal jurando en voz alta con las manos en los bolsillos, puede que hablase con su inerte marido en voz alta comentando como aquellos jóvenes estaban tirando por la borda su relación, o quizá el camarero del bar de la esquina donde Laura y Lou se emborrachaban a menudo cuando fueron a vivir al barrio advirtiese que él ya únicamente iba solo al bar y se emborrachaba solo o pasaba de largo con gesto grave y la cabeza agachada y regresaba tambaleándose triste y solo.  O era más que posible que nadie, ni los vecinos ni los camareros ni el pakistaní de la tienda de ultramarinos ni el mendigo que dormía en su portal ni absolutamente nadie se diera cuenta de que la vida de Lou se estaba pudriendo.  Seguramente esa sería la afirmación más cercana a la realidad, al fin y al cabo, Lou conocía ciertos retazos de la vida de toda aquellas personas a las que veía a diario, hablaba e incluso simpatizaba con alguna de ellas, pero no sabía si su vida iba bien o mal, si eran felices o no lo eran, y a decir verdad, no le importaba una mierda, así que lo más lógico era pensar que su estado de ánimo o su futuro inmediato tampoco significaban nada para el resto del mundo.
Al llegar al centro de la ciudad Lou fue directamente a la vinoteca Florida, el lugar donde acudía cuando las cosas con Laura se ponían demasiado oscuras como para que ninguno de los dos pudiera aclararse.  Nada más entrar Lou levantó la cabeza por primera vez desde que había salido de casa y sonrió como hacía días que no sonreía.  Desde el otro lado de la sala, Vely, el camarero, le devolvió la sonrisa y le invitó a sentarse en la barra.  Vely era un tipo de mediana edad y largo cabello cano, con una barriga generosa y una sonrisa sincera y cercana que transmitía una sensación de levedad que ponía a Lou y a cualquiera en paz con el mundo.  A grandes rasgos, Vely era como se suele decir, un buen tipo.  Lou pidió una botella de Cirsus, uno de los tintos favoritos de Laura, y pidió a Vely que le acompañara.
- Es la tercera vez que vienes esta semana.  – dijo Vely sosteniendo la copa con dos dedos y mirando a Lou directamente a los ojos.
- Lo sé, las cosas no están bien en casa.
- ¿No hay novedades?
- No, no hay trabajo, busco todo lo que puedo, día tras día me levanto a la misma hora que Laura, preparo el desayuno y cuando ella se marcha paso horas navegando en Internet intentando encontrar algo, cualquier cosa, ya no me importa, estoy dispuesto a recoger la basura de la calle o a vender aspiradoras por teléfono si es necesario, pero no encuentro nada.  Cada mañana es idéntica a la anterior, paso horas frente a la pantalla, termino deprimiéndome como si fuera una puta viuda y me tumbo en el sofá, incapaz de hacer nada.
- Lou, eres sin duda la persona más inteligente que conozco, no me creo que no haya trabajo para un tipo como tú.  – comentó Vely sonriente intentando animarle.
- ¿Insinúas que no busco lo suficiente?  - respondió Lou irritado.
- ¿De qué coño estás hablando?  No me refería a eso demonios, ya sabes lo que quiero decir.
- Lo siento Vely, lo siento de verás, no sé que me ocurre, llevo así ya más de tres meses y cada día que pasa me siento más amargado, un paso más cerca del final.
- ¿Qué final?  ¿De qué hablas?
- No, no te asustes, no me voy a tirar por el puente, al menos no todavía.  – contestó Lou sonriendo, apurando la que era ya su tercera copa.  Me refiero a que no puedo más, no tengo fuerzas, conforme va pasando el tiempo las cosas no hacen más que empeorar, es como si estuviera recorriendo triste y lentamente un intrincado camino lleno de mierda.  Estoy hundido hasta el cuello, no sé qué coño es lo que hay al final de ese camino, pero aunque sé que seguramente no sea nada bueno, cada vez tengo más ganas de llegar.  Quiero llegar allí, quiero que cambie algo, para bien o para mal, eso ya no importa, pero cuanta más prisa quiero darme más lento me parece estar avanzando, es como estar en un callejón sin salida.
- Escucha amigo, sé que suena a tópico, y de hecho lo es, pero no por ello es menos cierto.  Todo pasa, ¿me escuchas?, sé que no estás en tu mejor momento, pero todo pasará, vendrán tiempos mejores, apuesto mi culo a que así será maldita sea.
Vely se había inclinado ligeramente sobre la barra y hablaba con la boca muy cerca del rostro de Lou.  Lou había cerrado los ojos, ya estaba borracho, y escuchaba las palabras de Vely altas y claras, penetrando profundamente en su cerebro como un haiku, una voz calmada y conciliadora que ya había escuchado otras veces y que parecía ser lo único capaz de transmitirle esperanza en un mundo en el que todos miraban hacia otro lado.  Visitar a Vely era sin duda lo más parecido a ir a la Iglesia que había hecho en su vida.
Lou pidió otra botella y la bebió pausadamente, mirando hacia todas partes con gesto confuso, ebrio.  Vely lo miraba desde el otro lado de la barra, ya sin sonreír, y de vez en cuando se le acercaba e intentaba entablar algo de conversación.  Cuando Lou comenzó a frecuentar el Florida solía pasar horas parloteando con Vely.  A ambos les apasionaba el cine y conversaban durante noches enteras debatiendo acerca de si Marlene Dietricht era más guapa que Rita Hayworth o sobre cual era la mejor película de Kim Ki Duk.  Vely solía ir a la carrera de un extremo a otro de la barra, sirviendo copas y descorchando botellas a toda velocidad, tratando de tener atendido a todo el mundo para regresar volando a su taburete y continuar la conversación con Lou.  Hacía ya tiempo que habían dejado de discutir sobre cine, Lou cada vez estaba más triste y hablaba menos.  A Vely esto le preocupaba, pero no son muchos los problemas que se pueden resolver desde detrás de la barrera.
Cuando Lou terminó la botella levantó la cabeza y se dio cuenta de que el bar se había ido llenando de gente de un modo casi imperceptible.  Un flujo de personas circulaba constantemente por la barra flotando alrededor de él, como si no fuera más que un taburete vacío.  Vely ya no se acercaba a hablar y casi ni le miraba cuando pasaba por su lado.  Cuando el lugar se llenó del todo y en el aire bailaba el olor a vino y se escuchaban las carcajadas de la gente y sus conversaciones alegres y despreocupadas Lou se puso triste, compró otra botella y salió del local con una mueca de aturdimiento diciendo adiós a Vely, que le dedicó una última sonrisa y un ligero movimiento de cabeza.
Afuera se había hecho de noche, era jueves y la ciudad respiraba un cierto aire festivo.  Lou metió las manos en los bolsillos y volvió a agachar la cabeza, andando despacio y con dificultad entre las parejas que paseaban cogidas de la mano y los grupos de jóvenes que marchaban ruidosos ocupando toda la acera.
Caminó distraídamente hacia la parada de metro con la profunda sensación de no saber a ciencia cierta a dónde se dirigía, sus pies se movían de modo automático y su alcoholizado cerebro sólo alcanzaba a marcar el camino a casa, totalmente incapaz de plantear otra opción.  Se dejó caer en uno de los asientos del vagón y casi inmediatamente se quedó dormido.  Despertó justo una parada antes de llegar a su destino y se encaminó hacia casa abatido y lleno de angustia, dispuesto a aceptar lo que le esperase allí, ya fuera un bofetón, las maletas en la entrada, o algo peor.
Lou introdujo las llaves en la cerradura y dio dos vueltas, la puerta estaba cerrada.  Entró en casa y la recorrió lentamente, pasando de una habitación a otra con la mirada perdida, hasta que por fin se desplomó sobre un brazo del extremo del sofá.
Los padres de Laura habían comprado esa casa como inversión hacía dos años, y les habían permitido vivir allí sin coste alguno.  Era un apartamento precioso, muy amplio y moderno, decorado con gusto y muy funcional.  Si era posible establecer una analogía entre una persona y una vivienda, se podría decir que aquella casa era igual que Laura.  Después de todo, ella había sido la que había decidido la distribución de las habitaciones, el color de las paredes, los muebles, los cuadros que colgaban de las paredes.  Hacía meses que Lou se sentía como un extraño dentro de aquel lugar, una persona que había llegado de paso, un invitado que estaba alargando su estancia más de la cuenta.  Laura era una buena mujer, Lou quería creer que nunca sería capaz de echarle, pero sabía muy bien que no le faltaban motivos.  Hacía casi seis meses que no trabajaba, su vida se había convertido en un calvario autodestructivo de amargura y asilamiento, una existencia nihilista y vacía que chocaba con el creciente éxito profesional de Laura y su cada vez mayor interés en las relaciones sociales.  Ella era una persona trabajadora y ambiciosa, y encontrarse día tras día al hombre del que se enamoró tirado en el sofá con los ojos llorosos maldiciendo su suerte no ligaba nada bien con su idea acerca de lo que debía ser una pareja feliz, moderna y actual.
El alcohol se había evaporado y Lou comenzaba a tener apetito.  Fue a la cocina y al ir a abrir la nevera descubrió una nota pegada sobre la puerta.
“He ido a cenar con las chicas.  No volveré tarde.  Laura”
Lou respiró tranquilo, se preparó un sandwich y lo comió en el sofá viendo una vieja película de la Nueva Ola francesa. 
Cuando conoció a Laura solía pensar que tenían muchas cosas en común.  A los dos les encantaban los perros, les gustaba la música clásica y elegían la playa antes que la montaña.  Ella prefería el cine de las grandes salas y los best-sellers en lugar del cine independiente o los libros menos conocidos, pero a Lou no le importaba, se querían.
Cuando sus padres les dejaron la casa compraron un cachorro de Retriever y le llamaron “Rid”.  Todas las noches miraban alguna película de la colección de Lou mientras Rid jugueteaba con ellos correteando por el sofá, fueron tiempos felices.  El pobre perro murió a los nueve meses por una malformación cardíaca y los dos se quedaron muy tristes.  El tiempo pasó, Lou perdió su trabajo y Laura se enfadaba más a menudo, a él cada vez le aburría más la conversación de ella y a ella la irritaba que él siempre pusiera películas soporíferas por las noches.  Poco a poco se fueron distanciando, hasta terminar por aborrecerse el uno al otro.
Cuando Laura volvió de su cena Lou ya estaba en la cama, ella entró a la habitación y encendió la lámpara de la mesilla después de tantear torpemente donde se encontraba el interruptor.  Parecía borracha.
- Lou, ¿estás despierto?  - preguntó Laura con voz débil.
Lou estaba tumbado sobre su hombro derecho con los ojos abiertos y los brazos cubriéndole el torso, como si se estuviera abrazando él mismo.  Se concentro en respirar suavemente, evitando hacer ruido, dándose el mayor tiempo posible para decidir si contestar o no.
© D.A.S 2009  

viernes, 12 de marzo de 2010

EL HOMBRE QUE RONCABA







Donny Michaels decidió finalmente salir de su casa, a pesar de que fuera estaba lloviendo a cántaros y él aborrecía la lluvia.  No era una persona especialmente impulsiva, pero aquella tarde una extraña sensación le agitó por dentro y le dijo que tenía que empezar a aprovechar más el tiempo, así que ojeó la agenda de actividades del periódico, se puso la gruesa chaqueta verde del ejército alemán que Rosalie le trajo de su estancia en Berlín y salió disparado hacia la boca del metro, camino de la filmoteca de la ciudad.  Donny caminó por el irregular adoquinado de su calle con las manos en los bolsillos, maldijo por haber olvidado los guantes, pero no regresó a por ellos, fijó los ojos en el suelo y esquivó los charcos que salían a su paso con pequeños saltos.  Cuando por fin llegó a la boca del metro se dio cuenta de que tenía una gran sonrisa de dibujada en el rostro, una sonrisa idiota.  El juego con los charcos, la impetuosidad de su salida, la lluvia y la calle desierta… todas aquellas cosas le habían hecho sentir niño de nuevo, y Donny no estaba para nada acostumbrado a experimentar ese sentimiento.  Media hora después salió del subsuelo en la otra esquina de la ciudad, el sol brillaba y apenas unas ínfimas gotas caían sobre él, provocándole una agradable sensación.  No tenía nada de frío.  Recorrió la empinada avenida que llevaba hasta la filmoteca de la ciudad con grandes pasos, espoleado por unas incomprensibles ansias de llegar por fin allí, aún a sabiendas de que era temprano y tendría que esperar hasta que comenzase la película.  El aire era más fresco en esa parte de la ciudad, y Donny lo saboreaba con la cabeza alta mientras sentía como diminutas gotas de agua frías le iban rozando la cara.  Cuando llegó a la entrada de la filmoteca pasó por la taquilla y se puso en la pequeña cola, formada únicamente por cinco o seis personas.
Las paredes estaban repletas de pósters de viejas películas, instantáneas de grandes actrices, enormes retratos de los actores más apuestos… Donny pasó los diez escasos minutos que tardó el acomodador en hacerles pasar perdido entre aquella algarabía de imágenes, con la mente campando a sus anchas por los campos a los que normalmente sólo acudía cuando dormía, en sueños.  Eligió cuidadosamente un asiento centrado, el primero de la fila, con la idea de no tener a nadie a su lado izquierdo.  Se sentó, y dejó la chaqueta en el asiento de su derecha, para que tampoco nadie se sentase allí.  Finalmente, se desenroscó la espesa bufanda negra que le protegía el cuello y la dispuso con sumo esmero en el asiento que tenía delante, cuidando de que ocupase el mayor espacio posible, para evitar que alguien decidiese sentarse delante de él y pudiera impedirle la visión. 
La película comenzó y un texto rotulado sobre el fondo negro apareció en la pantalla.  Donny no tuvo tiempo de leerlo con detenimiento, pero decía algo así como “Cuando ellos no quieren morir, la muerte viene a buscarles, y cuando ellos buscan la muerte, es ella quién los evita”.  Era un cita de la Biblia, del Apocalipsis, eso sí alcanzó a distinguirlo con seguridad. 
La película era un documental acerca de un joven alemán que emigra a Estados Unidos para hacerse piloto.  El hombre no tenía dinero y las primeras semanas se vio obligado a dormir en la calle y a mendigar.  Finalmente consiguió un trabajo y pudo ir a la Universidad, con la idea de alistarse después en la Marina.  La guerra de Vietnam coge al mundo por sorpresa y él es llamado a filas.  En su primer vuelo su escuadrilla sufre una emboscada, su avión es derribado, y él hecho prisionero por el Vietcong.  La trama era apasionante, el hombre en primera persona iba narrando su historia y Donny pensaba que el tipo, a pesar de ser bastante mayor, mantenía cierto carisma y magnetismo, le caía bien.  De pronto, un extraño ruido comenzó a surgir de las primeras filas del cine, Donny se sobresaltó, se irguió sobre su asiento y alzó la mirada en dirección hacia delante.  La sala estaba casi vacía, pero la mayoría de las personas hicieron lo mismo.  El ruido se repitió de nuevo y quedó claro qué era y de dónde venía.  Un hombre estaba roncando en la segunda fila.  No era un ronquido normal, era un sonido gutural extremadamente desagradable y molesto, recordaba al jadeo de un cerdo.  Donny no daba crédito, no era la primera vez que oía a alguien roncar en el cine, pero desde luego nunca había escuchado a nadie hacerlo de aquella manera.  Miró a su alrededor y observó como el resto de la gente hacía lo mismo, mirar hacia otro lado. Un aura de confusión se apoderó de la sala hasta que, tal como aparecieron, súbitamente, los ronquidos cesaron de oírse.  Donny trató de relajarse pero aquel incidente le había puesto nervioso, su pulso estaba acelerado y su mente no estaba desde luego centrada en la película. 
El piloto de la pantalla estaba siendo víctima de indecibles torturas.  Los soldados vietnamitas lo ataban a un buey y lo transportaban de un lugar a otro arrastras por el suelo, escupiéndole y dándole patadas.  Por fin, llegaban a un centro de prisioneros, donde lo ataban junto a otros soldados enfermos de disentería.  Todos ellos estaban infectados por multitud de picaduras de los terribles insectos de la selva, alguno se había arrancado los dientes y muchos tenían los miembros amputados.  Cuando el piloto comenzaba a explicar su plan para escapar, el hombre de la segunda fila emitió un potente ronquido.  Donny y el resto de espectadores se levantaron de nuevo, irritados.  Los ronquidos del hombre fueron reduciéndose de volumen paulatinamente, pero no desaparecieron, y mantenían una fuerza suficiente como para molestar a toda la mitad delantera de la sala, donde se encontraba Donny.  Nadie dijo nada, nadie hizo nada, Donny estuvo a punto varias veces de levantarse e ir hasta el hombre para increparle, pero la oscuridad y el hecho de no tener la absoluta certeza de quién era le hicieron desistir. 
El piloto explicaba como el intento de fuga fracasó y el Vietcong le cortó la cabeza a su compañero justo delante suyo.  Él finalmente conseguía escapar, y se disponía a narrar el golpe de suerte que le llevó a ser rescatado.  Cubierto de pies a cabeza por sangre y lodo, dibujó con la escasa ropa que le quedaba una señal de SOS sobre una roca, situándose él sentado en el centro a modo de O.  Una feliz coincidencia había hecho que una patrulla de aviones retrasase su salida varias horas y variase su ruta, gracias a lo cual un piloto se desvió de la trayectoria por error y avistó al héroe.  Llegaron las medallas, los discursos, los elogios… el piloto fue el único que escapó de ese gran campo de prisioneros, y pronto se convirtió en una celebridad.  La escena final de la cinta mostraba al piloto y al hombre que le había salvado la vida dándose un opíparo banquete el día de Acción de Gracias.  A modo de epílogo la voz del narrador decía que el hombre había continuando volando durante toda su vida, que había sufrido cuatro accidentes más, y que aún en el momento en el que se rodó el film, continuaba volando profesionalmente.
Cuando se encendieron las luces el hombre continuaba roncando, y su volumen había ido subiendo hasta alcanzar ahora la estruendosa fuerza de sus inicios.  La gente se apresuró a levantarse y despejar la sala rápidamente, pero Donny continuó sentado, inundado por un profundo sentimiento de rabia.  Finalmente se levantó y se acercó para ver la cara del tipo.  Era un hombre no demasiado viejo, con un aspecto que Donny encontró despreciable.  Nada más salir de la sala Donny se dirigió al WC, y se sorprendió al ver que todo el mundo orinaba en silencio, nadie hacia alusión al lamentable espectáculo del tipo que había pasado la película roncando como un cerdo haciéndoles a todos sentir incómodos, en mayor o menor medida.  Cuando salió del WC se cruzó con el acomodador, y, sin pensarlo un instante, se detuvo a hablar con él.
- Disculpe, he estado dudando si hacerlo, pero creo que debo decírselo.  Vengo muy habitualmente, y tienen hay dentro un hombre que ha estado toda la película roncando como un cerdo.  Entiéndame, no eran ronquidos normales, no sé si ese hombre está enfermo, lo desconozco, y la verdad, no me importa, lo que es cierto es que ha estado molestando a toda la sala.  Es la quinta o sexta vez que lo veo - dijo, mintiendo.  Siempre ocurre lo mismo, creo que deberían meditar prohibirle el acceso a la sala.
El acomodador no daba crédito, buscó al encargado que estaba en el interior de la sala y se fue a hablar con él.  Donny dudó, pero finalmente salió tras él y volvió a repetirle el discurso al encargado.  Se dirigió hacia la salida muy nervioso, y a mitad de camino recordó que necesitaba comprar un nuevo bono, de este modo, las sesiones le resultaban mucho más baratas que si compraba entradas para una sola sesión.  Se acercó a la taquilla y lo compró mientras charlaba con la taquillera sobre a programación del mes siguiente.
Cuando por fin se disponía a marcharse, se encontró de frente con el hombre que roncaba, y, absolutamente colérico, se acercó a él y le dijo.
- Es usted un maleducado, al cine no se viene a dormir, y menos a molestar, para hacer esas cosas es mejor que se quede usted en su casa.
El hombre le miró con cara sombría y una expresión de tristeza, abriendo levemente la boca para decir algo, pero Donny ya no estaba allí, había desaparecido y se encontraba ya andando en la calle.
Ya no llovía, pero la lluvia había dejado como resaca un fuerte frío y una molesta sensación de humedad.  Donny se puso la bufanda y cayó en la cuenta de que no llevaba guantes.  Tenía las manos heladas.  Caminó calle abajo golpeando el suelo con unas fuertes pisadas cargadas de ira e indignación mientras abría y cerraba las manos dentro de los bolsillos para intentar hacerlas entrar en calor.  Su mente iba a cien por hora, estaba fuera de sí, sus ojos brillaban y estaban a punto de desbordar, el corazón le palpitaba frenéticamente y comenzó a sentir unas enfermizas ganas de dar media vuelta y regresar para golpear al hombre.  Intentó apartar ese pensamiento de su cabeza pero el pensamiento cada vez cobraba más fuerza, y Donny empezó a imaginar al piloto de la película golpeando violentamente la cara del hombre con la culata de un fusil.  Después se vio a sí mismo uniéndose al piloto, y como, poco a poco, diminutos vietnamitas miembros del Vietcong iban agregándose para darle al hombre que roncaba su merecido.  No recordaba la última vez que se había sentido tan enfadado, la cólera se había apoderado de su cuerpo y cuando se dio cuenta estaba saliendo de la boca del metro, al lado de su casa, con el abrigo desabrochado y la bufanda en las manos, muerto de calor.  Cuando hubo subido las escaleras hasta la calle sintió como la cordura comenzaba a regresar.  Se paró y miró al cielo, respirando profundamente.  Caminó despacio hasta su casa y cuando llegó abrió una botella de vino, una de las más caras que tenía.  Sabía que después se arrepentiría de hacerlo, pero en ese momento no le importaba lo más mínimo.  Se sentó en el sofá y bebió.  Encendió la televisión y trató de relajarse.  Pensó que era posible que el hombre ni siquiera supiera que roncaba, al fin y al cabo mientras duermes no eres consciente de lo que haces.  Pensó que quizá él también roncaba, pero enseguida supuso que si fuera así Rosalie se lo habría dicho.  Aunque también era posible que antes no roncase y ahora sí lo hiciese, al fin y al cabo, hacía dos años que Rosalie se había marchado, y pocas veces desde entonces había dormido acompañado.  Continuó dándole vueltas a todo aquello y las imágenes de Rosalie, el hombre que roncaba y el Vietcong comenzaban a bailarle en la cabeza.  En un esfuerzo por apartar todo aquello de su mente se puso a cocinar.  Abrió la nevera y buscó lo más caro y apetecible que había en ella.  Comió con avidez un solomillo de ternera a la plancha, acompañándolo por una pequeña lata de paté francés que llevaba casi un año en la nevera y que nunca se había atrevido a tocar.  Cuando terminó, abrió su mejor queso y devoró ansiosamente pedazo tras pedazo hasta que no quedó nada.  Después, a modo de postre, engulló sin prisa los tres yogures de cereales que quedaban, de los cuales solía tomar uno por la mañana para desayunar.  Cuando terminó, lleno y satisfecho, volvió a sentarse en el sofá y sintonizó en el televisor el canal de deportes.  Subió los pies sobre la mesilla y observó el partido de los Jeds mientras bebía cerveza.  Pronto estaba gesticulando y gritándole al televisor, indicando cambios y retoques en esta o aquella jugada.  Los Jeds ganaron y, contento y borracho, decidió llamar a Jeff. 
- ¿Has visto eso, amigo?  Menudo partido, hacía semanas que los chicos no jugaban así.  – dijo Donny con ton alegre.
- Y que lo digas, me han hecho ganar 200 del ala.  – respondió Jeff con su voz grave y profunda.
- ¿Hablas en serio?  Maldita sea, debo apostar un día de estos.  Siempre lo pienso, pero nunca lo hago.  Se me olvida, no tengo dinero encima, o justo en ese momento no me apetece.  – habló Donny más para sí mismo que para la conversación.
- No te preocupes, saldremos a tomar un trago, yo invito, ¿qué te parece?
- Creo que será mejor que lo dejemos para mañana, he cenado mucho y he bebido cerveza, estoy agotado.  – respondió Donny
- De acuerdo, como tú quieras.  – dijo Jeff.
Donny colgó el auricular y cambió de canal.  Sintonizó el canal de cine y vio una vieja película de los años 50, una buena película.  Al cabo de más de dos horas había terminado y ya era tarde, Donny estaba cansado pero no tenía ganas de irse a la cama, así que jugó un rato con el mando de la tele hasta que encontró un episodio de una vieja serie cómica.  Emitían una tanda de seis seguidos.  Cuando comenzó el cuarto episodio eran casi las tres de la mañana, y Donny decidió que era hora de acostarse.  Se lavó los dientes y la cara y se miró fijamente en el espejo.  Tenía la cara salpicada de pequeñas arrugas que a él parecían enormes, y la mirada triste y apagada.  Al pijama le faltaba un botón y tenía dos grandes manchas de tomate que llevaban allí varios días.  Cabizbajo, Donny caminó hasta la cama y se metió en ella sin ganas, se tapó hasta la barbilla y se quedó mirando el techo, levemente iluminado por la luz de la calle que llegaba desde la rendija rota de la persiana.  Se quedó escuchando los leves ruidos que le llegaban desde el exterior.  Un coche, la sirena de una ambulancia, el camión de la basura, alguna pareja noctámbula que caminaba hablando a gritos por debajo de su ventana… en ocasiones oía ladrar a los perros tan cerca que le daban ganas de asomarse y tirarles lo primero que tuviese a mano.  En ocasiones le parecía escuchar gritos lejanos, como de auxilio, pero enseguida se evaporaban y pensaba que eran imaginaciones suyas.  Se quedó escuchando los ruidos de la calle, mirando al techo sin pensar en nada, hasta que la luz que entraba desde la persiana se fue haciendo cada vez más y más fuerte.  Sólo entonces se dio cuenta de que ya estaba amaneciendo, y de que había pasado la noche en vela. 
© D.A.S 2009  


Recomendación musical: Basia Bulat - Heart of my own
http://rapidshare.com/files/351041884/Basia_Bulat_-_Heart_of_my_Own.rar

Esta chica lo tiene todo: viene de un país relativamente exótico como Canadá, es pequeña, rubia y guapa, la apariencia perfecta si tu música suena a sentido folk anglosajón (desde USA hasta Irlanda), su voz enamora, tiene personalidad, posee esa fuerza femenina que encandila y deja con ganas de repetir, algo parecido a lo que pasa con divas como Chan Marshall o Hope Sandoval; escribe canciones tristes para escuchar en los días de lluvia pero tan bonitas que te dejan embobado mirando por la ventana esperando que salga el sol (“The Shore”, puro sonido Cat Power, cuanto daño y cuanto bien ha hecho esta mujer al indie cantado por mujeres), tiene el atractivo detalle de hacerse acompañar de un “autoarpa” (en realidad, una cítara con acordes, pero cuyo sonido se asemeja bastante al del arpa convencional) y además maneja a la perfección todos los registros vocales del pop, desde la semi-desnudez vocal (preciosa “I´m forgetting everyone”, con una letra que parece escrita por la veinteañera más lista de la Universidad) hasta el arropamiento de la multi-instrumentación (redondísima “Go on”, la canción que abre el álbum, o “Run”, un himno bucólico delicado y hermoso”).  Una buena banda sonora para estos días de frío polar.  Vale la pena.




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