42Street. NYC.
Hay que tener el cerebro muy pequeño o
las pelotas muy grandes para aceptar una proposición de matrimonio teniendo
sólo 19 años.
Mark no era ni demasiado valiente ni
demasiado idiota, pero había cometido el error de dejar a su novia embarazada.
Llevaba ya más de tres años saliendo con Lily y a pesar de que no habían hecho
el amor más de media docena de veces, ella se había quedado preñada.
Lily
era una chica bastante voluminosa, nadie se dio cuenta de la situación hasta
que ya se llevaban casi cuatro meses de embarazo, y practicar un aborto a
finales de los 50 era casi imposible.
Médicamente no era un juego de niños, no se arreglaba con una pastilla o
un simple golpe de bisturí, y aunque hubiese resultado más sencillo,
socialmente era una práctica considerada totalmente amoral.
Además,
las familias de ambos eran amigas desde hacía muchos años, Mark, Lily, los
chicos y yo llevábamos juntos desde que éramos unos críos.
Ellos, las familias, lo tenían muy
claro, el niño nacería. El motivo
principal por parte de la familia de Lily era irrefutable, su tía materna había
abortado hacía menos de dos años, le hicieron una chapuza y nunca más podría volver
a tener hijos. En el lado de Mark las razones eran todavía más sencillas: su
abuelo había sido el diácono del pueblo durante muchos años, su apellido
llevaba varias generaciones bendiciendo la mesa y cantando salmos los domingos.
Sus familias eran los típicos estereotipos de conservadurismo rancio y
anticuado dentro de una comunidad rancia y anticuada. No tenían salida.
En
la Universidad la noticia se expandió del mismo modo en el que la televisión
anuncia una catástrofe mundial o el augurio de una nueva gran crisis: rápido y
sin criterio.
Lily
dejó de acudir a clase en cuanto sus padres se enteraron del suceso y Mark
aguantó sólo un par de días. La
gente le miraba por los pasillos cómo si fuera un desgraciado y los profesores
no podían evitar dedicarle varios gestos de desaprobación a lo largo de los
insoportables soliloquios que acostumbraban a ser las clases. No importaba que hablasen de la Antigua
Roma o de la política exterior de nuestro país, Mark no se libraba de las
afiladas miradas con el ceño fruncido que hacían caer sobre él toda la
vergüenza que cabía en aquellas frías aulas.
El
único profesor que mostró un poco de comprensión y que trató de ayudar a Mark
fue el señor Lurie, nuestro maestro en Antropología. El señor Lurie no estaba
bien visto dentro del resto de docentes de la escuela, sus pantalones vaqueros,
la música rock’n’roll que salía de su coche al llegar a la escuela o el hecho
de que fumase delante de los alumnos solían ser un tema de conversación
recurrente desde las mujeres de la limpieza hasta el decano de la Universidad.
Pero era el mejor. Había estudiado en Europa y trabajado allí muchos años,
incluso había publicado un libro. Él nos apreciaba, no tanto cómo nosotros a
él, pero nos tenía cariño. Mark, Jules y yo no éramos los mejores estudiantes,
pero éramos vivos, pícaros y divertidos, cualidades que, sospechaba, hacían
rememorar al señor Lurie su no tan lejana juventud.
El
segundo día que Mark aparecía por la Universidad nos cruzamos con él al salir
de clase. Se acercó a nosotros con su vieja pluma siempre asomándole en la
oreja a través del pelo negro, sonriendo mientras miraba a Mark de arriba
abajo.
- Chico, la has hecho buena, ¿cómo se te
ocurre dejar preñada a esa jovencita? - dijo en tono jocoso.
Mark miraba al suelo con gesto
avergonzado, sin saber qué decir.
- ¿Y qué, cuando es la boda? - preguntó
bordeando la línea entre la alegre broma y la triste seriedad.
- La semana que viene.
- ¿De verás? - contestó sorprendido.
Mark asintió sin dejar de mirar hacia el
suelo mientras el rostro del señor Lurie comenzaba a parecerse al de alguien a
quién acaban de darle una horrible noticia.
- Escucha Markie, no sé que quieres
hacer, eres joven y supongo que estarás hecho un lío, piénsalo bien, sé que
puedes estar enamorado de esa chica, pero la vida es muy larga y el mundo muy
grande, tienes mucho camino por delante, la vida no se acaba en este pueblo.
Mark estaba muy tenso, podía notarlo, le
conocía bien. El señor Lurie no le conocía tan bien, pero no le hacía falta,
también notó enseguida la creciente ansiedad de Mark. Se acercó más a él y puso la mano sobre su hombro mientras
con la otra sacaba un libro de su maletín de cuero negro.
- Escucha Markie, mi hermano mayor me
dio este libro cuando yo aún era un muchacho, lo he leído por lo menos diez
veces. Es tuyo. Y recuerda, pienses que has tomado la
decisión correcta o no, tienes razón. – le dijo mientras cogía la pluma de su
oreja y escribía algo con ella en una de las últimas páginas.
- Esta pluma es eterna, lo que escribe
dura para siempre, es imposible borrarlo. – parloteó sonriendo con el libro
entre las manos mientras finalmente se lo entregaba a Mark.
Todos nos quedamos en silencio por un
instante, hasta que el señor Lurie volvió a hablar.
- Cuida de él, no es fácil ser un buen
amigo, tendrás que esforzarte. – dijo con la mano todavía sobre el hombro de
Mark mientras me miraba con gesto cómplice.
- Es mi mejor amigo, me cortaría un
brazo por él si fuese necesario. – dije rápidamente con tono decidido y
emocionado.
- Y yo también. – dijo Mark levantando
enseguida la cabeza y mirándome primero a mí y después al señor Lurie.
- Lo sé chicos, lo sé, no debéis
permitir que nadie nunca os quite eso.
Y se marchó caminando con la chaqueta
agarrada echada a su espalda colgando únicamente por el soporte de su dedo
índice. Mark y yo nos quedamos
mirándole y permanecimos inmóviles hasta que vimos su descapotable de color
rojo alejarse por la vieja carretera de tierra.
La semana siguiente vi a Mark una sola
vez, estaba demasiado ocupado con los preparativos de la celebración. Es curiosa la rapidez con la que se
suceden las cosas. La sorpresa
inicial y el revuelo que había causado en el pueblo el embarazo de Lily y el
posterior anuncio de la boda habían mutado a una sincera emoción popular tanto
respecto a la sagrada unión cómo ante la llegada del bebé.
La gente en el barrio lo comentaba
alegremente, celebraban que aún quedasen parejas cómo las de antes, padres
jóvenes que no tuvieran miedo a comprometerse.
Yo, por mi parte, no lo veía tan claro.
Mark y yo éramos amigos desde siempre, lo conocía mejor que nadie, era un chico
algo travieso y alegre, simpático y bastante listo, habíamos pasado tardes
enteras tirados frente al río planeando mil viajes primero al otro extremo del
país, después a Europa, y finalmente a sitios recónditos y exóticos cómo
Australia o África. Desde que
fuimos unos simples chiquillos soñábamos con escapar de casa y vivir mil y una
aventuras.
Cuando conocimos al señor Lurie siempre
hablábamos con Jules acerca de que terminaríamos montando nuestra propia banda
de rock y seríamos famosos, recorriendo el mundo mientras conocíamos a chicas
de todos los países.
Mark estaba enamorado, o eso parecía al
menos, y Lily era una gran chica, pero de ahí a que tu vida termine cuando aún
no has cumplido los veinte hay un gran paso. Dudaba mucho que mi amigo quisiera hacerse mayor tan
deprisa.
En la única visita que pude hacerle lo
noté preocupado, ausente, extraño. Estaba de pie mirando un póster con la
imagen de Rita Hayworth que tenía colgado sobre el escritorio de su habitación.
- ¿Cómo estás amigo? ¿Contento? - dije
intentando sacarlo de su embelesamiento.
- No sé que decirte, esto es demasiado,
estoy aturdido, los días pasan rápido y aún no sé que pensar.
- Vamos, anímate, no eres el primero que
se casa, además, seguro que tampoco está tan mal. – le dije mintiendo,
intentando hacerle sentir mejor.
- Tú y yo siempre nos reímos de la gente
que se casa tan joven. El año
pasado cuando tu hermana anunció su boda con Mike estuvimos meses metiéndonos
con ella, y ni siquiera estaba embarazada. – contestó con pesar.
- Bueno, pero esta vez sois Lily y tú,
es diferente.
- ¿Por qué es diferente? - preguntó
sorprendido.
- Bueno, por eso mismo, porque eres tú.
- No es diferente, es igual que todos
los demás. – contestó desviando sólo por unos instantes la mirada del enorme
póster en blanco y negro.
No pudimos hablar mucho más, su madre y
sus tías estaban en casa probándose miles de vestidos y obligando a Mark a
ensayar una y otra vez las posiciones, los gestos y las palabras que tendría
que repetir en la ceremonia.
El día de la boda fue el más bonito de
lo que llevábamos de primavera. El cielo estaba azul y el sol brillaba, pero
sin llegar a imponer un calor demasiado severo.
Yo, lógicamente, era el padrino, y mi
deber era acompañar al novio desde primera hora de la mañana. Me desperté muy
temprano y fui a casa de Mark. Mi presencia pasaba totalmente inadvertida ante
la marabunta de familiares que recorrían la casa arriba y abajo, hablando, gritando,
sonriendo nerviosamente, excitándose los unos a los otros con palabras llenas
de un júbilo desenfrenado e irracional.
Traté en varias ocasiones de acercarme a
Mark para charlar con él un rato antes de llegar a la iglesia, pero me resultó
del todo imposible. Mientras hordas de hombres, algunos de los cuales no había
visto en mi vida, le rodeaban continuamente inundándole con consejos acerca de
la vida, yo estaba prisionero en la cocina aguantando los interminables e
insufribles lamentos de su madre por perder a su pequeño; lamentos que se
convertían en cuestión de segundos en sentidas alabanzas a su madurez y
palabras de orgullo hacia su inminente matrimonio y paternidad.
Salimos de casa de Mark en el coche de
su padre. Él iba de copiloto, su padre conducía y yo iba embutido en la parte
de atrás entre los hermanos de su padre y su madre. Los hombres llevaban
bebiendo desde el principio de la mañana, estaban alegres y parlanchines, no
dejaban de hablar en voz alta jactándose de su hombría y mofándose primero de
sus mujeres, y después de todas las mujeres. La conversación fue subiendo de tono hasta que el padre de
Mark y uno de sus tíos hicieron un comentario fuera de lugar acerca del club de
alterne que había a las afueras del pueblo. Ni Mark ni yo lo entendimos del todo, pero cuando terminaron
de bromear acerca de aquello giró su cabeza y me miró con ojos tristes y gesto
cabizbajo. Me dejó muy preocupado.
A llegar a la iglesia los invitados se
amontonaban en la puerta, exultantes, luciendo sus mejores galas, en la mayoría
de los casos, sus únicas galas.
Jules, Suzanne y el resto de nuestros
amigos habían quedado temprano para desayunar en “Timothy’s” antes de ir, pero
no llegué a encontrarlos entre aquella maraña de gente.
Pasamos dentro de la iglesia, ya había
muchas mujeres mayores sentadas aleatoriamente en las filas no asignadas para
la familia, ese tipo de mujer mayor sin vida propia que vive simplemente para
empatizar con los demás. Sus alegrías, sus mejores momentos, son los de los
demás, del mismo modo que sus tiempos más tristes, dónde todo es muerte y
pesar, también son los de los demás. No faltaban nunca a ninguna boda, y mucho
menos a un entierro. No tenían
vida propia.
Todavía no había visto a Lily, la
tradición que dice que da mala suerte ver a la novia antes de la boda estaba en
esa época más viva que nunca.
Me escabullí a una de las muchas
habitaciones medio escondidas y recónditas que había en la iglesia y encendí un
cigarrillo.
Lo fumé mientras daba vueltas por
aquella diminuta estancia pensando en cómo actuaría yo si estuviera en la
situación de mi amigo. ¿Qué hacer si se supone que tu novia va a tener un hijo
tuyo y vuestras familias han decidido que os caséis? ¿Salir huyendo? Quizá
sería la mejor opción después de todo.
De todos modos no era yo quién se
casaba, era Mark, mi mejor amigo, así que mi deber era compartir aquel momento
con él y dedicarle las palabras adecuadas y mi mejor sonrisa.
Cuando estaba a punto de terminar el
cigarro apareció por la puerta el padre de Mark:
- ¡Chico! ¿Qué demonios haces aquí? Te
hemos buscado por todas partes maldita sea, los invitados ya casi han terminado
de entrar, Mark te está esperando arriba, ¡date prisa!
Subí corriendo las escaleras hasta la
habitación en la que Mark, solo, me esperaba para la última charla antes del
gran momento. También era tradición que el padrino fuera el último que
acompañara al novio antes del paso definitivo.
Entré en la habitación y observé a Mark
sentado en una silla con la cabeza apoyada hacia delante sobre sus manos. Me acerqué hasta él, estaba temblando.
- ¿Markie, estás bien amigo? - pregunté
preocupado.
- No, claro que no estoy bien, me voy a
casar joder, ¿cómo quieres que esté bien? Ya no va a haber banda de rock, no va
a haber mujeres, ni rubias ni morenas, no vamos a viajar a Europa ni a África,
¿cómo quieres que esté bien? -
dijo entrecortadamente.
- Pero, ¿qué quieres decir? Esta es tu
boda, vas a tener un hijo.
- Se la he metido tres veces a Lily, ¿tú
crees que pensaba que se iba a quedar embarazada? - contestó nervioso.
- No, supongo que no. Escúchame amigo,
por lo visto esto es lo normal antes del gran momento, son los nervios nada
más. Lily es tu chica, vais a tener un hijo juntos y todo va a salir bien,
relájate ¿de acuerdo?
- No quiero relajarme joder, tienes que
ayudarme, eres mi mejor amigo, no quiero casarme demonios, no ahora y no así al
menos. Esto es demasiado, no sé que hacer, tienes que ayudarme. – Mark
sollozaba amargamente y hablaba de un modo enormemente desesperado.
- Vamos Markie, estoy aquí, soy tu
amigo, tranquilízate.
Nos abrazamos y Mark comenzó a llorar
como un niño pequeño, desconsolada y nerviosamente. Nunca lo había visto tan
hundido.
- Esto me supera, ha ido demasiado
lejos, tienes que ayudarme, yo no sé que hacer, no sé que hacer, tienes que
ayudarme, hasta ahora siempre nos hemos salvado el uno al otro, no me dejes
ahora por favor. – dijo Mark mientras sus ojos rojos e hinchados miraban
directamente a los míos.
Se sentó y volvió a poner su cabeza
apoyada sobre sus manos.
Yo caminé hasta la pequeña ventana desde
dónde se observaba el interior de la iglesia. La familia de Lily estaba a la
izquierda, la de Mark a la derecha, detrás de ambas estaban los amigos de cada
clan, podía ver a Jules, Suzanne y los demás, y detrás de estos una mezcolanza
de amigos comunes, viejecitas alegres, niños, etc.
Busqué al señor Lurie en medio de todo
aquel caos, pero no lo encontré. Volví a escrutar el bullicio durante unos
instantes más con la misma suerte. No había venido.
Me acerqué a Mark, aún estaba llorando.
- Deja de llorar amigo mío, vamos a
salir de esta. No te casarás hoy,
lo prometo. – dije con gran
decisión.
Mark se secó las lágrimas de las
mejillas y me miró con gesto de extrañeza, totalmente confundido.
Salí de la habitación a toda prisa
buscando al reverendo Miller. Intenté abrir todas las puertas que encontré a mi
paso, pero estaban cerradas, tras forzar el pomo de una de ellas y cuando ya
estaba reanudando mi carrera escuché algo:
- ¿Quién anda ahí?
- Soy el padrino de la boda, reverendo
Miller.
El reverendo abrió la puerta, vestido
para la ocasión.
- Hola muchacho, date prisa, deben estar
esperándonos. – espetó risueño mientras comenzábamos a recorrer el pasillo
hacia las escaleras que llevaban al patio inferior.
- Padre, Escúcheme por favor, esta boda
no puede celebrarse, ¡Mark no quiere casarse, todo esto es un terrible
malentendido!
El reverendo me miraba con gesto de
desaprobación, casi de enfado.
- No digas sandeces muchacho, Mark está
nervioso, cómo todos antes de casarse, nada más. – contestó impasible mientras
continuábamos caminando.
- Pero padre, ¡tiene que escucharme, por
favor! ¡Mark no quiere casarse, tiene que ayudarme a parar todo esto!
- Escucha jovencito, tu amigo ha dejado
embarazada a esa muchacha, debe casarse y formar una familia, no hay más que
hablar, no tiene elección – contestó el padre definitivamente enfadado.
Llegamos al final del pasillo y agarré
al reverendo por el brazo intentando frenarlo, él se dio la vuelta, me miró con
cara muy seria y habló.
- Dile a tu amigo que baje enseguida, esto
tiene que empezar. – dijo mirando cómo mi mano agarraba su brazo.
- Padre, por favor, tiene que
escucharme, ayúdeme a parar esto. – insistí desesperadamente, fuera de mí.
- Vete al infierno mocoso. – contestó
con desprecio.
El reverendo Miller se dio la vuelta y
comenzó a bajar por la escalera. Miré fijamente su ridículo gorro y le empujé
violentamente con ambas manos. Salió despedido emitiendo interrumpidos y
sonoros gritos mientras daba volteretas durante los 23 escalones que separaban
el piso superior y el inferior. Volví corriendo a la habitación y me encontré
con Mark justo en la puerta.
- ¿Qué ha pasado?
- Vuelve a la habitación. – contesté
mirándole fijamente a los ojos.
Mark se dio la vuelta y entró de nuevo
en la habitación. Cerré la puerta tras de mí y fui corriendo hacia las
escaleras. Cuando llegué, el padre de Mark y el de Lily ya estaban rodeando el
cuerpo del reverendo, bajé corriendo las escaleras y recé para que estuviera
muerto.
El viejo reverendo Miller falleció en el
acto. Fue una desgracia que
tropezase y cayese por las escaleras.
El pueblo entero se cubrió de luto y Mark no se casó. Cinco días después
de aquello nos escapamos hacia el Oeste. Al llegar a San Francisco comenzamos a
frecuentar los sórdidos ambientes del jazz y los hipsters. Formamos un grupo de
música, pero no nos fue nada bien, demasiadas drogas y muy poco dinero. Fueron tiempos extraños, estuvimos casi
tres años dando tumbos, viajando y viviendo con lo mínimo, consumiéndonos poco
a poco. Una noche discutimos
violentamente y a la mañana siguiente cada uno siguió su camino. No he vuelto a ver a Mark desde
entonces.
Las cosas han cambiado mucho, yo retomé
la carrera e hice nuevos amigos, ahora soy contable en Albany y pasado mañana
me caso con Betsy, mi novia desde los últimos seis años.
No sé cómo demonios ha podido
encontrarme el cartero, pero esta misma mañana he recibido un paquete de Mark.
En la parte frontal del sobre solamente pone “Para Jim Fenders, NYC” y a juzgar
por el matasellos él debe estar en algún lugar de Europa.
Dentro del paquete está el viejo libro
que el señor Lurie le dio al enterarse de su boda con Lily hace ya muchos años.
El libro está maltratado y bastante estropeado, pero en la última de sus hojas,
contra todo pronóstico, todavía puede distinguirse la dedicatoria que nuestro
antiguo maestro había escrito con su vieja pluma. El trazo no era tan
imborrable cómo el señor Lurie siempre nos hacía creer, no se entiende
demasiado bien, pero a pesar de todo he conseguido leerla.
Resulta agradable comprobar que después
de todo quizá sí haya cosas que duren para siempre.
© D.A.S 2009
El concepto de los girl-groups del señor Phil Espectro adaptado al shoegaze y el revival C-86. Chicas guapas, composiciones minimalistas, melodías ultra-pegadizas, distorsiones sencillas en las cuerdas, ritmos fáciles y poca floritura más, ¿quién las necesita cuando tus canciones molan?
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