lunes, 14 de junio de 2010

ELLA ME CONFUNDIÓ CON OTRA PERSONA




Sólo la había visto un puñado de veces, y a decir verdad, hasta aquel día no le había prestado demasiada atención. 
Yo estaba apoyado en la barra y ella pasó frente a mí tan cerca que sentí el olor a champú caro y a tabaco saliendo de su cabello.  Cuando me había dejado atrás giró su cabeza y me dedicó una sonrisa como ya me habían hecho otras veces, ambos conocíamos el juego.
Yo no hice nada por seguirla, sabía de sobra que seguramente sería una de aquellas chicas que bajan desde la proa hasta los camarotes de tercera, ávidas de eso que llaman experiencia o vida, cosas así.
La noche continuó y llegó la mañana, unos se marcharon y otros se quedaron, igual que siempre, e igual de diferente, ella fue de los que se quedaron.  Hablamos de nada y de todas las cosas que se hablan a esas horas en las que casi no eres capaz ni de recordar tu nombre.  Pero yo me acordaba del suyo.
No fue capaz de esperar a la intimidad, intentó besarme y yo sonreí.  Creo recordar que aún había alguien alrededor nuestro en la habitación y seguramente las calles estaban a rebosar porque ya era la hora del almuerzo y en otra ciudad estarían tomando el té y quizá en otro país con otro horario la gente estaría paseando la tarde por los bulevares, pero para mí todos se marcharon, el mundo enteró desapareció en el mismo instante en el que, por sorpresa, se atrevió a besarme.
Pasamos el día entre sábanas hablando del amor más que haciéndolo, como si ya estuviésemos casados, o mucho peor, como si estuviésemos enamorados.  Los dos sabíamos que no era así.
Acordamos no vernos el día siguiente pero nos vimos y también el siguiente y el de después del siguiente, hasta que acordamos de nuevo no vernos hasta que apretase el hambre y terminamos por vernos también el día siguiente y el otro y los tres que venían detrás, y en ese tiempo intentamos por todos los medios follar como dos salvajes, como dos jóvenes, pero sólo nos salió hacer el amor mirándonos a los ojos y entre olor a sexo escupirnos palabras sinceras, palabras que se le olvidaban al quedarse dormida.
Después de aquello tuve muy claro lo que iba a pasar, me jugaría la vida igual que siempre, como nunca, dejaría todo de lado sin más motivo que el instinto primario y absurdo que obliga a hacer cosas que (aparentemente) no tienen explicación. 
Los dos nos moríamos de ganas pero ella no quería, así que los lugares comunes y lo pequeño de la ciudad hicieron el resto y nos condujeron hasta donde ambos supimos que tarde o temprano acabaríamos llegando.
Comenzamos a vernos fuera de los bares, e incluso en alguna ocasión, no sólo por la noche.  Su padre era un marchante de arte que siempre estaba de viaje, así que su apartamento abuhardillado estilo Manhattan Woody Allen comenzó a ser nuestro cuartel general, nuestro escondite secreto para una historia que no tenía mucho más que esconder salvo el miedo a todo y a todos.
Cuando terminábamos de hacer el amor siempre le entraba la prisa y se vestía enseguida y miraba hacia otro lado intentando disimular los últimos coletazos de placer, esquivando sabiamente cualquier palabra bonita que pudiera hacerme sentir bien, y a ella mejor.
Yo siempre me asomaba a la ventana de la habitación, desde la que se observaba un misterioso patio de luces en el que nunca se veía nada porque siempre estaba demasiado oscuro.  Apoyaba los codos en la cornisa y miraba hacia el fondo mientras mi mente pensaba que sería mucho más fácil adivinar que se movía allí abajo que en su cabeza en ese mismo momento.  Ella me dijo un día que una vez estuvo allí, en el fondo del patio, y que no había más que millones de insectos y ropa vieja  y mugrienta de casi todos los vecinos y montones de trapos de colores, y que era el lugar más asqueroso y horrible que había pisado nunca.

Comimos juntos, dormimos juntos y soñamos separados, yo la vi dar unos pasos y ella me vio escribir.  La abrazaba como nunca había abrazado a nadie, con una urgencia y una prisa que me hacían estrecharla entre mis brazos y no dejarla que se fuera nunca, al menos hasta que me echaba de su casa.
De vez en cuando se cansaba y no nos veíamos en varios días, y podía imaginarla tomando apuntes y cervezas, sonriendo y hablando con la gente mientras yo hacía lo mismo pero mucho más triste, siempre con la amenaza de que un día se cansase del todo.
Comencé a acostumbrarme a eso, y a guardarme lo poco bueno que había en mí para nuestros encuentros.  Pasaba varios días sin apenas hablar con nadie y mirando mal al mundo entero, hasta que aparecía ella y yo por fin podía disfrutar de mi alegría ganada a base de acumular sufrimiento en la balanza que equilibra el peso de la felicidad.
Una noche regresando a mi casa porque ella no había querido que durmiera en la suya vi a un grupo de borrachos, alegres y vulgares, dando tumbos por la calzada esquivando a los coches.  Uno de ellos andaba por la acera avergonzado porque sus amigos le recriminaban que no tuviese valor para unirse a la fiesta.  Él y yo caminábamos por la misma acera en direcciones opuestas y sentí como si tuviera un espejo delante, como si ese pobre desgraciado y yo fuéramos la misma persona y aquella panda de idiotas alcoholizados se estuvieran burlando también de mi cobardía.  Nos miraban e imitaban a las gallinas con los brazos en jarra agitándose para cacarear.  Cuando me crucé con el chico nos miramos, y supe enseguida que habría sido más sencillo saltar a la calzada junto a los borrachos a esperar que algún coche me atropellase antes que dar media vuelta  para volver a casa de ella a mirar la oscuridad del patio de luces sin coraje para decirle tantas cosas.
Seguí caminando con la cabeza agachada pensando en los muchachos y su amigo cobarde, y me acordé de aquel chiste que me contó una vez mi amigo Alvy acerca de un tipo que va al psiquiatra y le dice “Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”, y el psiquiatra le responde “¿pues porque no lo mete en un manicomio?”, y el tipo le contesta “lo haría pero, necesito los huevos”.
Pues bien, en ese mismo instante comprendí que eso era e iba a ser mi relación con ella, algo totalmente sin sentido, irracional y absurdo, pero que yo nunca abandonaría, porque necesitaba los huevos.
Llegó el invierno y la nieve, aunque yo ya llevaba meses jodido de frío.  Tenía la esperanza de que las cosas cambiasen con el clima pero no fue así.  La dejé seguir jugando conmigo hasta que se sintió demasiado culpable como para continuar y me dijo que no quería volver a verme.
Es curioso como las personas somos incapaces de afrontar el fin las cosas aún sabiendo desde su mismo principio que van a terminar, y el modo en el que van a terminar.  Siempre tuve claro que nuestra historia se acabaría en el momento que ella lo decidiese, ni antes ni después, y nunca dudé el modo en el que sucedería: sin mirarme a los ojos.
Me encerré en mi habitación a beber vino y a devorar literatura y cine francés de los 60.  Vi una y otra vez las películas de Jean Seberg intentando enamorarme de ella para olvidarla, y era una buena idea, pero no dio resultado.  Releí frenéticamente a la generación “beat” intentando hacer que mi instinto aventurero despertara y me sacará de una ciudad  que nunca más sería la mía mientras pudiera cruzarme con sus ojos en algún callejón.
No dormía, comía poco, ni siquiera conseguía masturbarme porque cuando has conocido el sexo a ese nivel ya no quieres follar ni contigo mismo.
Mis compañeros de piso no entendían nada, me preguntaban constantemente si estaba enamorado, y yo siempre contestaba que no.  No era amor, ni mucho menos, era peor, el amor siempre trae consigo un cierto carácter de pureza y de bondad, pero esto no tenía nada que ver, era simple tendencia a la autodestrucción, una neurótica obsesión por intentar conseguir lo que no se puede tener y ser incapaz de aceptarlo.
Me arrastré por el trabajo y por mi hogar durante tres semanas más, hasta que un día sonó el teléfono y era ella.  El corazón se me ahogó en el pecho y en menos de media hora estaba en mi casa de Manhattan aseado y sonriente.  Tomamos vino y hablamos, después tomamos vino y nos besamos, y finalmente nos tiramos el vino por encima e hicimos el amor como si fuera la primera vez.  Pero era la última, y yo lo sabía con toda la certeza del mundo, sabía que era la última vez que los dos nos uníamos para ser uno solo.
Esta vez ella no se dio prisa en vestirse y se quedó desnuda sobre la cama, fundida con las sábanas, esperando sin moverse un ápice a que yo volviera del baño.  Salí con los brazos en alto tocándome el pelo y casi me repelió la vergonzante idea de mi cuerpo maltratado y huesudo, totalmente derrotado ante la imagen del desnudo más bonito que había visto nunca.
Bajé los brazos y agaché la cabeza en señal de rendición.  Me dirigí hacia la cama como un animal al matadero, o algo más violento que eso, como un judío a la cámara de gas, o algo peor.
Ella me observaba paciente y yo no conseguía reunir valor para hablar, intentaba huir mentalmente de aquel aterrador lugar pensando en las veces que, mirándola a los ojos mientras hacíamos el amor, soñaba que ella me prometía que aquel momento no llegaría nunca.
Tuvo compasión y me dejó dormir a su lado por última vez.  Se apartó de mí ligeramente y con delicadeza y yo bien podría haber estado durmiendo en el mismo desierto de Mojave en medio de una tormenta de arena porque ni siquiera así la habrá sentido tan lejos como la sentía en esos momentos.
Cuando se quedó dormida me levanté con todo el cuidado que me dejaron mis temblores y paseé por aquella estancia que cuando ella me permitió sentí como mi casa fijándome enfermizamente en cada pequeño detalle, para que cuando recrease nuestro pequeño mundo al echarla de menos el escenario fuera un poco más real y no doliera tanto al darme cuenta de que era mentira.  Porque sería mentira.
Pasé largo rato  perdido en el enorme mueble librería ojeando los interminables volúmenes llenos de historias de amor que acababan igual o peor que la nuestra, pero no me consolaban, sólo podía sentir una profunda envidia y una terrible ira asesina al cruzarme con todas las novelas románticas de su madre en las que seguro que al final todo era felicidad.  Cosas de los Best-sellers. 
Observé la escalera que llevaba a lo más alto de la librería durante casi una hora, la toqué, la estudié, y casi estuve a punto de trepar por ella hasta el techo y después tirarla por la ventana, con la esperanza de quedarme a vivir allí arriba para siempre; no me haría falta agua ni comida, sólo verla despertar cada día con los ojos pegados y su sonrisa de niña buena.  Ni los bomberos ni el ejército conseguirían bajarme de allí arriba.  Todo habría acabado pareciéndose demasiado a King-Kong, a la Bella y al monstruo al fin y al cabo, y dejé la escalera en su sitio.
Los primeros rayos de sol comenzaban a resplandecer en la mesa del salón y me di cuenta de que lo mejor sería rendirse.  Volví a agachar la cabeza y me asomé al fondo del patio por la ventana de su habitación, todavía oscuro.
La oí despertar y sentarse en pijama sobre la cama, yo no la estaba mirando, pero sé que llevaba puesto el pijama porque no noté las punzadas que siempre sentía cuando ella estaba desnuda.  Me quedé inmóvil unos instantes y, mirando hacia la asquerosa oscuridad del final del patio, le pregunté si de verdad todo era tan complicado como para hacerlo así de mal, y, dándome la vuelta y mirándole a los ojos le dije que muchas, muchísimas veces había tenido la tentación de tirarme por la ventana hacia lo oscuro, con la esperanza de que así las cosas terminasen resultando más sencillas.
Ya estaba vestido, así que me acerqué, le sonreí y observé como los ojos se le iban llenando de un brillo que yo no había visto ni siquiera cuando nuestras narices estaban pegadas.  Di media vuelta y salí de la habitación.  Anduve cuatro pasos y la oí levantarse apresuradamente.  Disminuí la marcha pero continué caminando, por fin con la cabeza alta, y al llegar a la puerta y agarrar el pomo me giré para verla por última vez, con la cara y el cuerpo apoyados en la pared, mirándome con unos ojos tan tristes que me recordaron a los míos, y cuando cerré la puerta, bajé las escaleras y salí a la calle supe que a partir de entonces aquello sería casi más horrible y asqueroso que el final oscuro del patio de su ventana (con sus millones de insectos y la ropa vieja y mugrienta de los vecinos y los trapos de colores).
© D.A.S 2009



Recomendación literaria:  Rubia de verano - Adrian Tomine
Adrian Tomine es uno de los escritores de cómics más reputados de su generación.  Con 17 años comenzó a escribir y dibujar "Optic Nerve", su propia serie de historietas.  Ha publicado en el New Yorker, Esquire, Rolling Stone... y su obra aparece en multitud de antologías.
Por su estilo frío y antisentimental y su profunda capacidad analítica del ser humano urbanita se le ha comparado habitualmente con Carver, hasta llegar a denominarle "el Raymond Carver del cómic".  Con el afamado relatista le une algo que va más allá de la simple manera de narrar o el virtuosismo con el que describen al hombre y sus miserias, ambos coinciden en el fenómeno casi metafísico de la comprensión.  La sensación que uno tiene al terminar un relato de Carver o una historia de Tomine es parecida: un extraño escalofrío que hace que por un instante entiendas al mundo que te rodea, te entiendas a tí mismo y todo parezca tener sentido.  Algo parecido a lo que ocurre con los haikus.
En este tomo considerado de culto se narran cuatro pequeñas historias de personas que viven en grandes ciudades y, de un modo u otro, se sienten ajenos a la realidad que les rodea, recluyéndose en sus propios mundos interiores y perdiéndose en sus miedos y fantasías.  
Alter ego cuenta la historia de un escritor en pleno bloqueo creativo que comienza a frecuentar a una menor en busca de nuevas experiencias para forzar la inspiración.
Rubia de verano narra la vida de un hombre amargado y solitario, incapaz de relacionarse socialmente, que se obsesiona con la chica rubia que se folla su vecino, un joven vividor y despreocupado.
Escapada a Hawaii habla de una mujer incapaz de llevar una vida social normal que se recluye en su mundo de llamadas telefónicas y mirar por la ventana.
Amenaza de bomba trata la historia de un pre-adolescente con problemas de adaptación que se refugia en su relación con otro de los chicos raros de la escuela, un gay reprimido y oscuro.


Absolutamente imprescindible.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Acabao de leer todas las entradas de la pagina principal y he de decir que soy adicta a tus relatos cortos!
te seguire de cerca!

:)

Unknown dijo...

Gracias jeje, por ahora aprendiendo y experimentando con la fotografia...lo dicho adicta a tus relatos, te he puesto en mis links!!

muacksss

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