Sólo la había
visto un puñado de veces, y a decir verdad, hasta aquel día no le había
prestado demasiada atención.
Yo estaba
apoyado en la barra y ella pasó frente a mí tan cerca que sentí el olor a
champú caro y a tabaco saliendo de su cabello. Cuando me había dejado atrás giró su cabeza y me dedicó una
sonrisa como ya me habían hecho otras veces, ambos conocíamos el juego.
Yo no hice nada
por seguirla, sabía de sobra que seguramente sería una de aquellas chicas que
bajan desde la proa hasta los camarotes de tercera, ávidas de eso que llaman
experiencia o vida, cosas así.
La noche
continuó y llegó la mañana, unos se marcharon y otros se quedaron, igual que
siempre, e igual de diferente, ella fue de los que se quedaron. Hablamos de nada y de todas las cosas
que se hablan a esas horas en las que casi no eres capaz ni de recordar tu
nombre. Pero yo me acordaba del
suyo.
No fue capaz de
esperar a la intimidad, intentó besarme y yo sonreí. Creo recordar que aún había alguien alrededor nuestro en la
habitación y seguramente las calles estaban a rebosar porque ya era la hora del
almuerzo y en otra ciudad estarían tomando el té y quizá en otro país con otro
horario la gente estaría paseando la tarde por los bulevares, pero para mí
todos se marcharon, el mundo enteró desapareció en el mismo instante en el que,
por sorpresa, se atrevió a besarme.
Pasamos el día
entre sábanas hablando del amor más que haciéndolo, como si ya estuviésemos
casados, o mucho peor, como si estuviésemos enamorados. Los dos sabíamos que no era así.
Acordamos no
vernos el día siguiente pero nos vimos y también el siguiente y el de después
del siguiente, hasta que acordamos de nuevo no vernos hasta que apretase el
hambre y terminamos por vernos también el día siguiente y el otro y los tres
que venían detrás, y en ese tiempo intentamos por todos los medios follar como
dos salvajes, como dos jóvenes, pero sólo nos salió hacer el amor mirándonos a
los ojos y entre olor a sexo escupirnos palabras sinceras, palabras que se le
olvidaban al quedarse dormida.
Después de
aquello tuve muy claro lo que iba a pasar, me jugaría la vida igual que
siempre, como nunca, dejaría todo de lado sin más motivo que el instinto
primario y absurdo que obliga a hacer cosas que (aparentemente) no tienen
explicación.
Los dos nos
moríamos de ganas pero ella no quería, así que los lugares comunes y lo pequeño
de la ciudad hicieron el resto y nos condujeron hasta donde ambos supimos que
tarde o temprano acabaríamos llegando.
Comenzamos a
vernos fuera de los bares, e incluso en alguna ocasión, no sólo por la
noche. Su padre era un marchante
de arte que siempre estaba de viaje, así que su apartamento abuhardillado
estilo Manhattan Woody Allen comenzó a ser nuestro cuartel general, nuestro
escondite secreto para una historia que no tenía mucho más que esconder salvo
el miedo a todo y a todos.
Cuando
terminábamos de hacer el amor siempre le entraba la prisa y se vestía enseguida
y miraba hacia otro lado intentando disimular los últimos coletazos de placer,
esquivando sabiamente cualquier palabra bonita que pudiera hacerme sentir bien,
y a ella mejor.
Yo siempre me
asomaba a la ventana de la habitación, desde la que se observaba un misterioso
patio de luces en el que nunca se veía nada porque siempre estaba demasiado
oscuro. Apoyaba los codos en la
cornisa y miraba hacia el fondo mientras mi mente pensaba que sería mucho más
fácil adivinar que se movía allí abajo que en su cabeza en ese mismo
momento. Ella me dijo un día que
una vez estuvo allí, en el fondo del patio, y que no había más que millones de
insectos y ropa vieja y mugrienta
de casi todos los vecinos y montones de trapos de colores, y que era el lugar
más asqueroso y horrible que había pisado nunca.
Comimos juntos,
dormimos juntos y soñamos separados, yo la vi dar unos pasos y ella me vio
escribir. La abrazaba como nunca
había abrazado a nadie, con una urgencia y una prisa que me hacían estrecharla
entre mis brazos y no dejarla que se fuera nunca, al menos hasta que me echaba
de su casa.
De vez en cuando
se cansaba y no nos veíamos en varios días, y podía imaginarla tomando apuntes
y cervezas, sonriendo y hablando con la gente mientras yo hacía lo mismo pero
mucho más triste, siempre con la amenaza de que un día se cansase del todo.
Comencé a
acostumbrarme a eso, y a guardarme lo poco bueno que había en mí para nuestros
encuentros. Pasaba varios días sin
apenas hablar con nadie y mirando mal al mundo entero, hasta que aparecía ella
y yo por fin podía disfrutar de mi alegría ganada a base de acumular
sufrimiento en la balanza que equilibra el peso de la felicidad.
Una noche
regresando a mi casa porque ella no había querido que durmiera en la suya vi a
un grupo de borrachos, alegres y vulgares, dando tumbos por la calzada
esquivando a los coches. Uno de
ellos andaba por la acera avergonzado porque sus amigos le recriminaban que no
tuviese valor para unirse a la fiesta.
Él y yo caminábamos por la misma acera en direcciones opuestas y sentí
como si tuviera un espejo delante, como si ese pobre desgraciado y yo fuéramos
la misma persona y aquella panda de idiotas alcoholizados se estuvieran
burlando también de mi cobardía.
Nos miraban e imitaban a las gallinas con los brazos en jarra agitándose
para cacarear. Cuando me crucé con
el chico nos miramos, y supe enseguida que habría sido más sencillo saltar a la
calzada junto a los borrachos a esperar que algún coche me atropellase antes
que dar media vuelta para volver a
casa de ella a mirar la oscuridad del patio de luces sin coraje para decirle
tantas cosas.
Seguí caminando
con la cabeza agachada pensando en los muchachos y su amigo cobarde, y me
acordé de aquel chiste que me contó una vez mi amigo Alvy acerca de un tipo que
va al psiquiatra y le dice “Doctor, mi hermano está loco, cree que es una
gallina”, y el psiquiatra le responde “¿pues porque no lo mete en un
manicomio?”, y el tipo le contesta “lo haría pero, necesito los huevos”.
Pues bien, en
ese mismo instante comprendí que eso era e iba a ser mi relación con ella, algo
totalmente sin sentido, irracional y absurdo, pero que yo nunca abandonaría,
porque necesitaba los huevos.
Llegó el
invierno y la nieve, aunque yo ya llevaba meses jodido de frío. Tenía la esperanza de que las cosas
cambiasen con el clima pero no fue así.
La dejé seguir jugando conmigo hasta que se sintió demasiado culpable
como para continuar y me dijo que no quería volver a verme.
Es curioso como
las personas somos incapaces de afrontar el fin las cosas aún sabiendo desde su
mismo principio que van a terminar, y el modo en el que van a terminar. Siempre tuve claro que nuestra historia
se acabaría en el momento que ella lo decidiese, ni antes ni después, y nunca
dudé el modo en el que sucedería: sin mirarme a los ojos.
Me encerré en mi
habitación a beber vino y a devorar literatura y cine francés de los 60. Vi una y otra vez las películas de Jean
Seberg intentando enamorarme de ella para olvidarla, y era una buena idea, pero
no dio resultado. Releí
frenéticamente a la generación “beat” intentando hacer que mi instinto
aventurero despertara y me sacará de una ciudad que nunca más sería la mía mientras pudiera cruzarme con sus
ojos en algún callejón.
No dormía, comía
poco, ni siquiera conseguía masturbarme porque cuando has conocido el sexo a
ese nivel ya no quieres follar ni contigo mismo.
Mis compañeros
de piso no entendían nada, me preguntaban constantemente si estaba enamorado, y
yo siempre contestaba que no. No
era amor, ni mucho menos, era peor, el amor siempre trae consigo un cierto
carácter de pureza y de bondad, pero esto no tenía nada que ver, era simple
tendencia a la autodestrucción, una neurótica obsesión por intentar conseguir
lo que no se puede tener y ser incapaz de aceptarlo.
Me arrastré por
el trabajo y por mi hogar durante tres semanas más, hasta que un día sonó el
teléfono y era ella. El corazón se
me ahogó en el pecho y en menos de media hora estaba en mi casa de Manhattan
aseado y sonriente. Tomamos vino y
hablamos, después tomamos vino y nos besamos, y finalmente nos tiramos el vino
por encima e hicimos el amor como si fuera la primera vez. Pero era la última, y yo lo sabía con
toda la certeza del mundo, sabía que era la última vez que los dos nos uníamos
para ser uno solo.
Esta vez ella no
se dio prisa en vestirse y se quedó desnuda sobre la cama, fundida con las
sábanas, esperando sin moverse un ápice a que yo volviera del baño. Salí con los brazos en alto tocándome
el pelo y casi me repelió la vergonzante idea de mi cuerpo maltratado y
huesudo, totalmente derrotado ante la imagen del desnudo más bonito que había
visto nunca.
Bajé los brazos
y agaché la cabeza en señal de rendición.
Me dirigí hacia la cama como un animal al matadero, o algo más violento
que eso, como un judío a la cámara de gas, o algo peor.
Ella me
observaba paciente y yo no conseguía reunir valor para hablar, intentaba huir
mentalmente de aquel aterrador lugar pensando en las veces que, mirándola a los
ojos mientras hacíamos el amor, soñaba que ella me prometía que aquel momento
no llegaría nunca.
Tuvo compasión y
me dejó dormir a su lado por última vez.
Se apartó de mí ligeramente y con delicadeza y yo bien podría haber
estado durmiendo en el mismo desierto de Mojave en medio de una tormenta de
arena porque ni siquiera así la habrá sentido tan lejos como la sentía en esos
momentos.
Cuando se quedó
dormida me levanté con todo el cuidado que me dejaron mis temblores y paseé por
aquella estancia que cuando ella me permitió sentí como mi casa fijándome
enfermizamente en cada pequeño detalle, para que cuando recrease nuestro
pequeño mundo al echarla de menos el escenario fuera un poco más real y no
doliera tanto al darme cuenta de que era mentira. Porque sería mentira.
Pasé largo
rato perdido en el enorme mueble
librería ojeando los interminables volúmenes llenos de historias de amor que
acababan igual o peor que la nuestra, pero no me consolaban, sólo podía sentir
una profunda envidia y una terrible ira asesina al cruzarme con todas las
novelas románticas de su madre en las que seguro que al final todo era
felicidad. Cosas de los
Best-sellers.
Observé la
escalera que llevaba a lo más alto de la librería durante casi una hora, la
toqué, la estudié, y casi estuve a punto de trepar por ella hasta el techo y
después tirarla por la ventana, con la esperanza de quedarme a vivir allí
arriba para siempre; no me haría falta agua ni comida, sólo verla despertar
cada día con los ojos pegados y su sonrisa de niña buena. Ni los bomberos ni el ejército
conseguirían bajarme de allí arriba.
Todo habría acabado pareciéndose demasiado a King-Kong, a la Bella y al
monstruo al fin y al cabo, y dejé la escalera en su sitio.
Los primeros
rayos de sol comenzaban a resplandecer en la mesa del salón y me di cuenta de
que lo mejor sería rendirse. Volví
a agachar la cabeza y me asomé al fondo del patio por la ventana de su
habitación, todavía oscuro.
La oí despertar
y sentarse en pijama sobre la cama, yo no la estaba mirando, pero sé que
llevaba puesto el pijama porque no noté las punzadas que siempre sentía cuando
ella estaba desnuda. Me quedé inmóvil
unos instantes y, mirando hacia la asquerosa oscuridad del final del patio, le
pregunté si de verdad todo era tan complicado como para hacerlo así de mal, y,
dándome la vuelta y mirándole a los ojos le dije que muchas, muchísimas veces
había tenido la tentación de tirarme por la ventana hacia lo oscuro, con la
esperanza de que así las cosas terminasen resultando más sencillas.
Ya estaba
vestido, así que me acerqué, le sonreí y observé como los ojos se le iban
llenando de un brillo que yo no había visto ni siquiera cuando nuestras narices
estaban pegadas. Di media vuelta y
salí de la habitación. Anduve cuatro
pasos y la oí levantarse apresuradamente.
Disminuí la marcha pero continué caminando, por fin con la cabeza alta,
y al llegar a la puerta y agarrar el pomo me giré para verla por última vez,
con la cara y el cuerpo apoyados en la pared, mirándome con unos ojos tan
tristes que me recordaron a los míos, y cuando cerré la puerta, bajé las
escaleras y salí a la calle supe que a partir de entonces aquello sería casi
más horrible y asqueroso que el final oscuro del patio de su ventana (con sus
millones de insectos y la ropa vieja y mugrienta de los vecinos y los trapos de
colores).
© D.A.S 2009
Recomendación literaria: Rubia de verano - Adrian Tomine
Adrian Tomine es uno de los escritores de cómics más reputados de su generación. Con 17 años comenzó a escribir y dibujar "Optic Nerve", su propia serie de historietas. Ha publicado en el New Yorker, Esquire, Rolling Stone... y su obra aparece en multitud de antologías.
Por su estilo frío y antisentimental y su profunda capacidad analítica del ser humano urbanita se le ha comparado habitualmente con Carver, hasta llegar a denominarle "el Raymond Carver del cómic". Con el afamado relatista le une algo que va más allá de la simple manera de narrar o el virtuosismo con el que describen al hombre y sus miserias, ambos coinciden en el fenómeno casi metafísico de la comprensión. La sensación que uno tiene al terminar un relato de Carver o una historia de Tomine es parecida: un extraño escalofrío que hace que por un instante entiendas al mundo que te rodea, te entiendas a tí mismo y todo parezca tener sentido. Algo parecido a lo que ocurre con los haikus.
En este tomo considerado de culto se narran cuatro pequeñas historias de personas que viven en grandes ciudades y, de un modo u otro, se sienten ajenos a la realidad que les rodea, recluyéndose en sus propios mundos interiores y perdiéndose en sus miedos y fantasías.
Alter ego cuenta la historia de un escritor en pleno bloqueo creativo que comienza a frecuentar a una menor en busca de nuevas experiencias para forzar la inspiración.
Rubia de verano narra la vida de un hombre amargado y solitario, incapaz de relacionarse socialmente, que se obsesiona con la chica rubia que se folla su vecino, un joven vividor y despreocupado.
Escapada a Hawaii habla de una mujer incapaz de llevar una vida social normal que se recluye en su mundo de llamadas telefónicas y mirar por la ventana.
Amenaza de bomba trata la historia de un pre-adolescente con problemas de adaptación que se refugia en su relación con otro de los chicos raros de la escuela, un gay reprimido y oscuro.
Absolutamente imprescindible.
Alter ego cuenta la historia de un escritor en pleno bloqueo creativo que comienza a frecuentar a una menor en busca de nuevas experiencias para forzar la inspiración.
Rubia de verano narra la vida de un hombre amargado y solitario, incapaz de relacionarse socialmente, que se obsesiona con la chica rubia que se folla su vecino, un joven vividor y despreocupado.
Escapada a Hawaii habla de una mujer incapaz de llevar una vida social normal que se recluye en su mundo de llamadas telefónicas y mirar por la ventana.
Amenaza de bomba trata la historia de un pre-adolescente con problemas de adaptación que se refugia en su relación con otro de los chicos raros de la escuela, un gay reprimido y oscuro.
Absolutamente imprescindible.
2 comentarios:
Acabao de leer todas las entradas de la pagina principal y he de decir que soy adicta a tus relatos cortos!
te seguire de cerca!
:)
Gracias jeje, por ahora aprendiendo y experimentando con la fotografia...lo dicho adicta a tus relatos, te he puesto en mis links!!
muacksss
Publicar un comentario