Raymond
permaneció todo el camino al hospital en silencio, apoyado sobre la
ventanilla. La ambulancia iba
deprisa y la calle estaba mal asfaltada, su cabeza golpeaba una y otra vez
contra el cristal, a veces débilmente, a veces con tal fuerza y redundancia que
provocaba que la doctora y el enfermero, que era quién conducía, apartasen por
un momento la vista de la carretera y observasen con aire abatido la hundida
figura de aquel hombre consternado.
Nada más llegar
al hospital se realizó la autopsia de Rita. No era necesario preguntar mucho para saber las causas de la
muerte. La casa estaba situada en
un sexto piso.
Raymond pasó la
noche con la cabeza hundida en sus grandes manos, con los codos apoyados sobre
los muslos y los ojos muy abiertos, enfocando lúgubremente hacia las
ennegrecidas baldosas de la sala de espera de la unidad de cadáveres. Bebió café y agua, y cuando no pudo
soportar más el hecho de sentirse tan profundamente superado por las
circunstancias bajó al bar del hospital, compró una botella de whisky, y la
bebió despacio sentado en la silla de plástico de la sala de espera, con la
cabeza de nuevo hundida en las manos y los ojos a medio abrir dirigiéndose
hacia al suelo.
Las horas
pasaron, y por los diminutos ventanucos de la sala comenzaron a asomar los
primeros rayos de sol, inundando aquella inhóspita estancia de color blanco
amarillento gastado y tétrico con un soplo de calidez y vida. Raymond casi había acabado la botella,
tenía los ojos hinchados y un buen puñado de minúsculas venitas reventadas en
el interior de los ojos que conferían a su mirada una apariencia de preocupante
alienación.
La doctora
apareció por el interminable pasillo que quedaba a la derecha de la salita, y
se dirigió hacia Raymond.
- Señor Carter,
perdóneme, señor Carter.
Raymond la
miraba con los ojos inyectados en sangre y el gesto demente, sin
contestarle. La doctora miró la
botella que Raymond tenía en sus manos y le volvió a hablar, esta vez más
despacio y poniendo sus manos sobre las de él.
- Escuche señor
Carter, se que es un momento difícil, pero estoy en la obligación de decirle
esto: su esposa era donante de grado uno, supongo que sabe lo qué es. No hemos podido salvar casi ningún
órgano pero sus tejidos y sangre todavía son aprovechables, la voluntad de ella
es que su cuerpo sea donado a la ciencia, y mi código profesional me obliga a
preguntarle si usted desea verla por última vez. Si le sirve de algo mi opinión, no le recomiendo que lo haga
señor Carter, Rita era una mujer muy hermosa, conserve ese recuerdo, por favor.
Raymond no
contestaba, sus ojos apuntaban directamente a los de la doctora pero parecían
traspasarla, ir más allá de donde ella estaba y ser capaces de ver mucho más de
lo que ella ni nadie vería nunca.
La tristeza otorga a los rostros de las personas un aire de oscura
sabiduría. Cuando oímos que
alguien se ha tirado por la ventana no solemos pensar en que lo que hay
después, lo que está detrás de la ínfima columna en la sección de sucesos del
periódico, puede ser un hombre bueno haciéndose añicos en la maloliente sala de
espera de un hospital.
La doctora hizo
acopio de fuerzas y volvió a dirigirse a Raymond, sin ser capaz de despegar sus
suaves manos del tacto frío e inerte de las de él.
- Señor Carter
le repito que se que es un momento muy complicado, pero espero que entienda que
sólo estoy cumpliendo con mi deber.
He traído unos impresos que debe firmar y después…
- Quiero
verla. – dijo Raymond con voz
tierna, adoptando un tono infantil y condescendiente que daba la sensación de
haber aceptado la tragedia.
- ¿Cómo
dice? Disculpe, tengo que
preguntarle si está usted totalmente seguro, señor Carter.
- Lo estoy,
estoy seguro, quiero verla. –
volvió a hablar Raymond en el mismo tono dulce y apacible.
- Está
bien. – dijo la doctora
resignada. Acompáñeme, tendrá que dejar
la botella, las chicas del mostrador se la guardarán.
Raymond recorrió
aquel pasillo estrecho e interminable fríamente iluminado con la sensación de
estar dirigiéndose a su propia muerte, al famoso túnel blanco que termina en
una imponente luz brillante, el final de todo.
Cuando llegaron
a la puerta la doctora volvió a coger su mano, la apretó con fuerza y habló con
voz cálida y comprensiva, como una madre:
- Le esperaré
fuera señor Carter, se lo ruego, no esté ahí dentro más de lo necesario.
Raymond entró en
el depósito y vio a Rita yacer tumbada boca arriba sobre una camilla. El fuerte olor a química llenaba la
estancia de un olor penetrante y embalsamado. Podría decirse que aquel era el olor de la muerte.
Raymond se
mantuvo durante un par de minutos observando la descompuesta figura de su
mujer, totalmente grotesca e irreconocible. Sabía que aquello iba a tener sobre él un impacto mayor que
cualquier otra cosa que hubiera visto a lo largo de toda su existencia, no
sabía baremar el nivel de influencia con el que esa imagen iba a condicionar el
resto de sus días y esto le aterraba, le asustaba profundamente, pero era
incapaz de apartar sus ojos de
aquella maraña de carne muerta, huesos afilados y órganos desnudos y mutilados.
Cuando la
doctora comenzó a golpear levemente la puerta con los nudillos Raymond salió de
su asombro, dio media vuelta y abandonó la habitación. Cruzó por delante de la doctora sin
siquiera mirarla y regresó a la sala de espera, se tumbó en los duros e
incómodos asientos de plástico blanco, encogiéndose como si fuera un niño, y
cerró los ojos.
Raymond estaba
sentado en la primera fila de una Iglesia, tenía la mano de Paul sobre su
rodilla y delante de ellos un gran ataúd vacío que simbolizaba a Rita. Un cura católico se dedicaba a recitar
incongruencias en forma de alabanzas hacia la mujer muerta y su inminente
entrada al reino de los cielos, una suerte de fiesta eterna repleta de comida y
bebida. Raymond agachó la cabeza y
comenzó a llorar, aborrecía la religión.
Había renunciado a su fe judía hacía muchos años, lo cual le había
llevado a ser ignorado y despreciado por la práctica totalidad de su familia, y
ahora se encontraba llorando a Rita delante de un anciano disfrazado con túnica
y gorro que escupía al hablar mientras gritaba sandeces a una caja de madera
vacía que se suponía, era su esposa.
Aquello era demasiado.
Raymond se
levantó enérgicamente y salió de la capilla maldiciendo para sí mismo. Avanzaba por el pasillo central con
gesto firme y decidido, cada paso que daba dejaba atrás una fila de personas
que lo miraban con expresiones que iban desde la total incomprensión hasta el
más absoluto reproche. En la
primera fila se situaban los padres de Rita, su hermana y su marido y sus dos
hijas, la segunda y tercera estaban llenas de familiares no tan cercanos los
cuales Raymond sólo había visto en contadas ocasiones, y el resto de público lo
conformaban amigos y amigas, compañeras de trabajo, antiguos novios, conocidos
y desconocidos. Raymond sabía que
cada paso que daba, cada abarrotada fila que iba dejando atrás, significaba un
hasta nunca para con aquella gente, un final. Durante los escasos segundos que duró su recorrido desde el
ataúd hasta la salida de la capilla pudo sentir como el buen concepto que
aquella gente pudiera tener de él saltaba por los aires. Sabía que aquel era el final de la
historia que comenzó a escribir junto a Rita hacía más de siete años, y no le
importaba.
Cuando por fin
llegó hasta la puerta principal, sintió como una mano se posaba sobre su
hombro, se dio la vuelta y pudo ver a más de la mitad de la Iglesia girada con
los ojos clavados en él, y por encima de aquella ingente cantidad de desprecio,
un hombre con gesto noble que casi parecía que iba a sonreír mientras hablaba.
- Espera
Raymond, voy contigo.
Raymond sintió
como la voz de Paul se le incrustaba en el estómago formándole un nudo. Se mordió los labios para contener las
lágrimas y respondió.
- Gracias Paul.
Cuando llegaron
a casa Raymond invitó a Paul a pasar a su apartamento y tomar un café. Los dos hombres se sentaron en el sofá
y respiraron el silencio. Paul
miraba fijamente a Raymond, y este, jugando con sus dedos y el asa de la taza,
daba la impresión de estar más tranquilo.
- Escucha, sé
que no es lo mismo, sé que no tiene nada que ver, pero cuando yo perdí a
Lucille también creía que era el fin del mundo, y no fue así, la vida sigue, después de todo eso es
lo único seguro, el mundo no se para porque alguien muera. – dijo Paul.
- Lo tuyo fue un
divorcio. Es diferente, maldita
sea. – respondió Raymond sin
llegar a irritarse.
- Lo sé. Ya te he dicho que sé que no es lo
mismo, pero al fin y al cabo, yo no he vuelto a ver a Lucille desde entonces,
para mí es como si estuviera muerta.
Y ojalá lo estuviera, esa víbora.
- Paul, me
conoces mejor que nadie, eres mi mejor amigo, sabes que nunca me he tomado la
muerte muy en serio, siempre he pensado que la gente va y viene, y que la única
persona que siempre se mantiene dentro del cuento es uno mismo, pero esto es
diferente joder, Rita no ha muerto de manera natural, se tiró por la puta
ventana, demonios. Tú la conocías,
nos conocías, sabes que no éramos una pareja modelo, pero no estábamos peor que
cualquier otro matrimonio, últimamente incluso habíamos hablado de tener un
hijo.
Paul suspiró
profundamente observando como Raymond hablaba, alegrándose en cierto modo de
que su natural locuacidad y cordura hubieran parecido regresar.
- Escucha amigo,
esto será duro, pero te conozco bien, lo superarás. Eres un tipo inteligente, y sé que tienes claro que no ha
sido culpa tuya, cada persona tiene un pequeño universo dentro de su cabeza,
Rita tenía el suyo, quién sabe porqué hizo lo que hizo, lo único que puedes
hacer ahora es guardar un buen recuerdo de ella y seguir con tu vida. No será fácil, pero podrás
hacerlo. Yo estaré contigo, de eso
puedes estar seguro, cuando necesites hablar, un trago, o las dos cosas, estaré
contigo, igual que tú estuviste cuando Lucille se marchó e igual que has estado
siempre. Mi puerta sigue al lado
de la tuya, ya lo sabes.
Ambos hombres se
abrazaron sinceramente, como dos amigos.
Se conocían desde hacía mucho tiempo, y se querían desde hacía más
tiempo todavía. Desde niños habían
contado el uno con el otro de una manera tan pura que ablandaba el alma, y
habían conseguido alargar esa profunda amistad sin concesiones que sólo existe
en la infancia hasta la edad adulta.
Se habían casado, tenían familia, amigos, pero únicamente cuando estaban
los dos solos eran los verdaderos Raymond y Paul, sin caretas ni artificios, no
tenían secretos, se comprendían el uno al otro mejor que ninguna otra persona
podía aspirar a comprenderlos.
Después del
abrazo terminaron el café en silencio, Paul se marchó a su apartamento y
Raymond se quedó en la soledad del suyo, son la cabeza hundida en sus grandes
manos, pensando.
Esa misma noche,
alrededor de las tres de la mañana, unos golpes secos y continuados resonaron
en el piso de Paul. Raymond estaba
al otro lado de la puerta, borracho y en pijama. Paul lo hizo entrar y se sentaron en el sofá, sacó una
botella de bourbon y dos vasos bajos y, sin mediar ninguna palabra
introductoria, comenzaron a hablar.
- No me quito de
la cabeza que mientras ella saltaba por la ventana de la cocina yo estaba a
solo unos metros, con Tom Waits sonando a todo volumen en el estéreo mientras
pasaba la aspiradora. – dijo
Raymond.
- Fue una mala
coincidencia, no deberías darle vueltas a eso, seguramente es algo que habría
acabado haciendo antes o después, esas cosas no se deciden así como así. – contestó Paul entre bostezos mientras
servía dos vasos de bourbon.
- Lo sé, lo sé,
¿pero no te resulta grotesco? Yo
estaba canturreando “Union Square” mientras mi esposa agonizaba seis pisos más
abajo. – reflexionaba Raymond
moviendo la cabeza a un lado y a otro.
- Es extraño,
desde luego que lo es, pero ¿qué demonios podías hacer tú? Creo que no deberías darle a esos
pensamientos más trascendencia de la que realmente tienen.
- Paul, mientras
estaba pasando la aspiradora, justo antes de que fuera a abrir la puerta y me
dijeras lo que había pasado, tuve pensamientos sexuales con Rita. Hacía semanas que no los tenía, ¿no te
parece disparatado? - continuó
cavilando Raymond con voz ebria.
- Ray, todo eso
son sólo detalles, pensamientos banales que no hubieran tenido ningún peso si
no hubiera pasado lo que pasó, no les des importancia o te acabarás
obsesionando, hazme caso. – le
aconsejó Paul mientras servía dos vasos de bourbon más, el suyo medio vacío, y
el de Raymond medio lleno.
- Tienes razón
amigo, como siempre. Es sólo que
no sé como debería comportarme a partir de ahora. No entendía a Rita viva y sigo sin entenderla después de
muerta, no sé por qué carajo lo hizo, sé que no importa mucho al fin y al cabo,
pero todo esto me supera.
- Debes
descansar Raymond, tómate unos días para relajarte e ir olvidando esto poco a
poco, es la única manera. Después
regresa al trabajo, continúa con tu vida y las cosas irán volviendo a la
normalidad, no eres el único viudo del mundo, ni tampoco el primero que su
mujer se suicida, sé que es duro escuchar esto joder, pero sólo quiero que no
te hundas. – dijo Paul con
firmeza, a sabiendas de que su amigo era un persona fuerte y pragmática.
- Lo sé Paul,
intentaré no hacerlo.
Los dos hombres
guardaron silencio y, sólo unos instantes después Raymond se quedó dormido en
el sofá. Paul le puso una manta
por encima y bajó la persiana del salón.
Después de esto se acostó, y apenas pudo dormir imaginando a su amigo
bailar por el salón agarrado a la aspiradora con la música a todo volumen,
pensando en follarse a su mujer mientras ella se desvanecía hecha pedazos en la
acera unos cuantos pisos más abajo.
Raymond era un tipo duro, seguramente el más duro de todos cuantos Paul
conocía, pero aquello no era un trago fácil, si no le quisiera tanto y lo
conociera tan bien seguramente diría que tenía bastantes opciones de volverse
completamente loco.
Esa misma noche,
alrededor de las tres de la mañana, unos golpes secos y continuados resonaron
en el piso de Paul. Raymond estaba
al otro lado de la puerta, borracho y en pijama. Paul lo hizo entrar y se sentaron en el sofá, sacó una
botella de bourbon y dos vasos bajos y, sin mediar ninguna palabra
introductoria, comenzaron a hablar.
© D.A.S 2009
1 comentarios:
Sobrecogida,la realidad vivida por mi, supera a tu ficción, pero en los dos casos hay una desesperación infinita que lleva a las mujeres a saltar al vacio, haciendo desaparecer así todos los problemas. luna.
Publicar un comentario