* Ilustración de Natalia Simal *
- Bueno, ¿quién
coño era?
- Nadie cariño,
era mi madre. – contestó Rita, sin
prácticamente girarse para mirarle.
Y salió de la habitación dando pequeños pasos.
Raymond la vio
cruzar la puerta y desaparecer y se quedó mirando al vacío, incapaz de
comprender nada. Resopló un par de
veces, encendió otra vez la música, la puso a todo volumen y agitó la cabeza
pensando que no entendía a su mujer y que era muy posible que nunca la fuese a
entender. Activó de nuevo la
aspiradora y volvió a sumirse en sus intrincados pensamientos. Raymond era un fanático de la
limpieza. Su trabajo le sometía a
mucha presión, no era más que un puesto medio más del departamento de
administración en la sucursal de una famosa multinacional de bebidas
alcohólicas, pero solía actuar como enlace sindical y hacer horas extra, lo que
se traducía en poco descanso y un estado de constante agitación mental. Limpiar el polvo de las
estanterías, sacar brillo a las ventanas, lavar obsesivamente la ropa de cama,
las fundas del sofá, los manteles, pasar la aspiradora, eran actividades que le
ayudaban a evadirse de su ajetreada vida y le concedían un respiro, unos
momentos de tranquilidad y de evasión que solía emplear para hacer balance de
su vida y dedicarse tiempo para pensar en los asuntos que normalmente le
quitaban el sueño. Desde hacía
varias semanas una sola cosa ocupaba todas sus reflexiones a la hora de la
limpieza: Rita. Llevaban casi tres
años casados, y antes del matrimonio habían vivido un noviazgo de más de
cuatro. Nunca habían sido la
pareja perfecta, su relación era una montaña rusa, un torbellino de altibajos
que alternaba momentos de felicidad y bonanza con gritos, insultos e incluso
algunos episodios violentos. Pese
a todo, aquello nunca había parecido preocuparles, se soportaban, convivían, se
habían acostumbrado profundamente el uno al otro y entre ellos había nacido un
profundo halo de dulce resignación, un agradable conformismo respecto a su vida
en pareja que les hacía no plantearse otras opciones, a pesar de saber que
dichas opciones existían y que muchas de ellas seguramente serían mejores que
su aburrida y melancólica rutina.
Raymond seguía
pasando la aspiradora con los ojos fijos en el suelo, ensimismado en sus
pensamientos, ausente del resto del mundo y de todo cuanto ocurría en él. Su mirada acompañaba continuamente el
camino que el aspirador describía sobre la espesa moqueta de color rojo hasta
que, de pronto, se detuvo un instante, observando con una leve sonrisa un
pequeño quemazo en la alfombra.
Raymond comenzó a recordar las primeras semanas que pasaron en aquella
casa, nada más casarse. Solían
follar en cualquier sitio, todo era nuevo y desconocido, el sofá, el suelo del
pasillo, la encimera de la cocina, de pie apoyados contra la puerta principal. Eran buenos tiempos. Ahora era incapaz siquiera de recordar
la última vez que habían hecho el amor.
¿Hacía dos semanas? Era muy
posible que fueran tres. Comenzó a
sentirse extrañamente excitado y pensó que quizá aquella sería una buena noche
para volver a descubrir el sexo.
Permaneció unos minutos más pasando la aspiradora con una mueca idiota
de felicidad en el rostro, hasta que unos ruidos le sacaron de su feliz
letargo. Estiró de nuevo el brazo
para apagar la música y comenzó a escuchar el sonido de su timbre mezclado con
unos fuertes golpes, como si alguien estuviese aporreando la puerta. Caminó rápidamente hacia la entrada,
cada paso que daba los ruidos se hacían más intensos y comenzaba a escuchar
también gritos lejanos, motores de coche e incluso la sirena de una ambulancia. Por fin, llegó hasta la puerta, la abrió
y se dio de bruces con la cara desencajada de su vecino Paul, escoltado por dos
policías y varios vecinos más.
- ¿Qué demonios
haces? ¿Qué estabas haciendo
Raymond? ¿No nos oías? - Paul gritaba con los
ojos fuera de las órbitas y el gesto roto. Respiraba con dificultad y lo que decía apenas resultaba
comprensible.
- ¿Qué coño pasa
Paul? ¿De qué estás hablando? - respondió Raymond sorprendido.
- Señor, su
esposa… - dijo el policía que estaba a la izquierda de Paul adelantando
ligeramente su posición.
Raymond giró
rápidamente la cabeza en dirección hacia la cocina totalmente confundido,
aturdido. No veía a su mujer por
ninguna parte.
- ¡Raymond! ¡Raymond! Escúchame por favor, escucha. – dijo Paul mientras lo agarraba con fuerza por los hombros
y le miraba a los ojos presa del pánico.
Raymond, Rita se ha tirado.
Se ha tirado por la ventana.
La ambulancia debe de estar a punto de llevársela ahora mismo.
Raymond se quedó
petrificado, su rostro poco a poco se fue descomponiendo, sus facciones
explotaban una tras otra otorgándole una apariencia cuasi deforme mientras los
ojos comenzaban a abrasarle. Fue
corriendo a la cocina, se asomó a la ventana y vio una ambulancia de color
blanco y una gran multitud que rodeaba la acera. No veía a su mujer.
Atravesó el grupo de gente que taponaba la puerta de su casa con un
fuerte empujón y bajó a toda velocidad las escaleras. Al salir a la calle se hizo hueco violentamente entre la
marabunta de gente hasta llegar al charco de sangre espesa y granate que había
en el borde de la acera y que parecía ser el punto de interés sobre el que se
formaba todo aquel tumulto. Se
acercó a la ambulancia y cuando estaba a punto de entrar por el portón trasero
un corpulento enfermero se lo impidió.
- ¿Dónde va
usted?
- ¡Es mi
esposa! - contestó Raymond
gritando y lleno de ira.
- Lo siento,
cálmese, en este momento no puede pasar, cálmese, nos estamos ocupando de ella,
aguarde unos instantes, se lo ruego.
– inquirió el enfermero tratando de ser amable.
- ¡¿Cómo
está?! ¡Dígame como está maldita
sea! - chillaba Raymond agitando
los musculosos brazos del hombre.
- Ahora mismo le
diremos algo, la doctora está dentro, nos iremos al hospital dentro de un
momento. – contestó tratando de
tranquilizarle.
Raymond se quedó
paralizado delante del hombre con la mirada perdida, el joven enfermero
continuó hablándole tratando de atenuar en la medida de lo posible el shock,
pero Raymond no le escuchaba, sus ojos apuntaban hacia la luna y las estrellas
y daba la impresión de que a pesar de que su cuerpo estuviese erguido y
tembloroso al lado de la ambulancia frente a aquel enfermero, él ya no estaba
allí. Sólo unos instantes después
una médico de urgencias muy joven se acercó por detrás y habló con el enfermero. Ambos se plantaron frente a Raymond, que
continuaba en estado catatónico mirando hacia el cielo y respirando
compulsivamente.
- Señor, tenemos
que ir al hospital enseguida. –
dijo la doctora.
- ¿Cómo
está? ¡Dígame cómo está por
favor! - gritó Raymond. Vamos, voy con ustedes, deprisa. – dijo volviendo en sí repentinamente,
haciendo ademán de entrar en el vehículo.
- Lo siento, lo
siento de verás, pero no es conveniente que venga con nosotros.
- ¿De qué
cojones está hablando? ¡Es mi
jodida esposa! ¿Cómo no voy a ir? - contestó Raymond absolutamente
enfurecido, fuera de sí.
- Escuche señor…
- Carter.
- Señor Carter,
su esposa ha sufrido una caída muy dura.
Lo lamento… lamento decirle que ha fallecido. Será mejor que vaya en uno de los coches de policía, no le
recomiendo que la vea. Lo siento,
lo siento de verás. – dijo la
médico con rostro compungido.
El rostro de
Raymond se quedó seco, sin vida.
Unos segundos después volvió a parpadear y su gesto pareció tornarse más
sereno, más tranquilo.
- ¿Ha.. muerto?
- Me temo que
sí, créame que lo siento señor Carter.
- ¿No puedo
verla? ¿No puedo ir con
ustedes? - preguntó Raymond con
voz cadenciosa, impotente.
- No le
recomiendo que la vea. No puede
venir con nosotros, lo siento, en casos de defunción no se permite que nadie
vaya en la ambulancia.
- Por favor,
déjenme acompañarles, iré delante con ustedes, por favor. – Raymond comenzó a llorar mientras
pronunciaba estas palabras, las lágrimas brotaban de sus ojos e iban a parar
directamente a la acera, dónde casi llegaban a fundirse con el reguero de
sangre que venía deslizándose desde el lugar de la caída.
- Lo siento,
pero las normas son…
- Por favor, se lo ruego. – repitió Raymond con una expresión
capaz de enternecer al mismo diablo.
CONTINUARÁ...
© D.A.S 2009
Recomendación musical: Michael Hurley - Armchair Boogie
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Uno de los discos que más he escuchado nunca y sigo escuchando. Folk cinemático de estar por casa, grabado analógicamente, precursor del anti-folk de Adam Green y la new-weird wave que se lleva tanto ahora en los USA. Te flipará si te gusta Elliot Smith, Bigott, Cass McCombs, Nick Drake, Syd Barret...
Recomendación literaria: Antología - Raymond Carver
- Antología con un montón de piezas del mejor relatista desde Chéjov. Contienen partes de "Catedral", "Quieres hacer el favor de callarte por favor?", "Vidas cruzadas", "De qué hablamos cuando hablamos de amor?". Realismo sucio, la rutina más pútrida y cotidiana convertida en la mejor literatura. Alucinante, uno de mis escritores favoritos. -
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1 comentarios:
La verdad? no sé muy bien qué decir...han sido muy pocas lineas y casi le había cogido cariño a Rita. Nunca es bueno vivir con extraños.
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