Estaba sentado en la primera fila del autobús, poniéndome cómodo
mientras observaba como ella me decía adiós con la mano desde el andén. No había conseguido encontrar trabajo,
a pesar de llevar varios meses intentándolo, y tenía que regresar forzosamente
a casa de mis padres. Era un gran
paso atrás, volvíamos de nuevo a la relación a distancia, las llamadas
telefónicas, sacar su recuerdo de la memoria para mirarlo todos los días,
echarla de menos. Antes de subir
al autobús nos dimos un beso y quedamos en llamarnos cuando llegara. No nos dijimos te quiero. Llevábamos varios años juntos, y
calculo que en todo ese tiempo podría contar con los dedos de las manos el
número de veces que lo habíamos hecho.
Siempre había pensado que no era necesario, yo sabía que ella me quería
y viceversa, no veía ninguna necesidad de recordarlo asiduamente y hacer perder
valor a una afirmación tan profunda y sincera. Esta vez, sin embargo, me había quedado con ganas de
hacerlo.
La
salida del autobús se demoró unos minutos debido a que un negro muy alto tenía
el billete equivocado y tuvo que correr hasta las taquillas para que se lo
cambiaran por el del horario correcto.
El negro gritaba algo acerca de que acababa de llegar de Italia y el
conductor le replicaba diciéndole que le traía sin cuidado y que se diera prisa
o saldríamos sin él. Se armó un
gran jaleo, la gente opinaba y se quejaba del retraso en voz alta. A los pocos minutos, el negro regresó
con el billete y por fin pudimos salir.
Los
asientos estaban dispuestos en filas de a dos dejando el pasillo en medio, y, por
suerte, el asiento el de al lado mío estaba desocupado. Ya estábamos a punto de arrancar, así
que dispuse mi mochila en el asiento libre para tener a mano el libro que
estaba leyendo, la botella de agua y el ordenador portátil. Me senté cómodamente con la música
sonando a través de los auriculares y comencé a mirar por la ventana, el
autobús arrancó y a los escasos segundos frenó violentamente. Dos mujeres de unos 45 años, rubias,
desaliñadas y sin sujetador comenzaron a golpear la puerta pidiendo que la
abrieran. Se sentaron en las dos
primeras filas, una de ellas compartiendo estancia con una mujer exageradamente
gorda, y la otra a mi lado.
Maldije
en silencio, una de mis múltiples manías era la de realizar las 4 horas de
aquel trayecto recorrido casi (calculaba) cien veces sin nadie al lado. Aborrecía a la gente que se sentaba
junto a mí en el autobús. Jamás
era un tipo despeinado, con la camisa sucia y mil cosas interesantes que
contar, o una estudiante joven y guapa con la que hablar de literatura y
vacuidades. Siempre eran
inmigrantes zafios y ruidosos, amas de casa escandalosas y chafarderas, o críos
mal vestidos e irritantes que chillaban a través de sus teléfonos móviles.
El conductor estaba enfadado por tanta molestia. Salimos de la estación con varias
maniobras más bruscas de lo necesario mientras la mujer de al lado mío sacaba
una cámara reflex digital último modelo, y su compañera, sentada en el asiento
más cercano después del pasillo, encendía un mini ordenador portátil de gama
alta. Me interrogaron acerca de la
imposibilidad de poder conectarse a Internet dentro del autobús, y la mujer de
mi lado preguntó al conductor si era posible sentarse en mitad del pasillo, en
el suelo, para sacar fotografías durante el trayecto. El conductor no daba crédito. Le respondió negativamente y continuó conduciendo sacudiendo
la cabeza a un lado y a otro.
Yo comenzaba a estar irritado. Guardé el ordenador portátil, que ya estaba preparado para
reproducir una película, y volví a encender la música.
Ambas
mujeres hablaban a gritos en un idioma extraño, a las pocas palabras adiviné
que eran rusas. La gente sentada a
su alrededor las observaba con una mueca de desaprobación.
Cuando
ya llevábamos un rato circulando por carretera la mujer que estaba sentada a mi
lado se abalanzó sobre mí súbitamente.
Casi llegó a apoyarse encima mío para poder tomar una fotografía del
paisaje. Cuando terminó se giró
hacía mí sonriendo y me enseñó la fotografía. Yo no entendía nada.
De
pronto el conductor comenzó a aminorar la marcha y detuvo el autobús en el
arcén. Se levantó enérgicamente y
se dirigió a la parte trasera preguntando a gritos quién había sido la persona
que había estado fumando en el cuarto de baño. El culpable no tuvo el valor de revelarse, y el conductor
nos amenazó a todos si volvía a activarse la alarma de humo.
Al reanudar la marcha el autobús era ya una fiel recreación del camarote de los hermanos Marx. La gente gritaba y se acusaba, varios niños lloraban desconsoladamente, un fuerte olor a comida comenzaba a inundarlo todo, una de las rusas hablaba con la enorme gorda que estaba sentada a su lado y la otra hacía fotografías constantemente invadiendo mi espacio.
En
cualquier otro tiempo mis nervios habrían saltado y me habría encontrado al
borde del colapso, pero por esa época estaba releyendo compulsivamente a Carver
y retomando la afición por escribir relatos, así que, lógicamente, comencé a
sentirme como uno más de los personajes de mis historias o las de Carver. Divagué durante un rato por estos
pensamientos y me di cuenta de que ya no estaba irritado, sino feliz. Los personajes excéntricos, las
situaciones improbables y disparatadas, las casualidades más inesperadas, no se
encontraban sólo en los libros, estaban en cualquier parte. Una conclusión así, para un escritor,
resulta una verdadera toma de contacto con la realidad, es darse cuenta de que
aquello sobre lo que él escribe está vivo de verás, que todas las cosas que
inventa tienen existencia propia, que el mundo entero está repleto de historias
mínimas, insignificantes y fantásticas.
El
sentimiento de júbilo que estaba experimentando comenzaba a ser tan fuerte e irracional
que casi me hacía sentir idiota.
Esbocé una leve sonrisa y subí el volumen de los auriculares hasta que
no oí nada más que la música, dejé caer mi cuerpo hacia la ventana y me dediqué
a disfrutar aquella sensación que casi había olvidado mientras contemplaba el
paisaje. Mi cabeza estaba
totalmente saturada, llena por completo de aquel torrente alegre e
injustificado, lejos de los cientos de preocupaciones que me atormentaban de
manera cruel y permanente.
Me
di cuenta de que llevábamos un rato cruzando por una zona repleta de granjas de
caballos. Aunque nunca me habían
gustado demasiado los animales en ese momento decidí que si tuviera que tener
uno predilecto, éste sería sin lugar a dudas el caballo.
La
música continuaba sonando. A pesar
de que mi aparato tenía capacidad para albergar cientos, miles de discos, yo
tenía la extraña costumbre de escuchar siempre mis álbumes favoritos cuando iba
de viaje. Concebía el viaje como
algo parecido a un puente entre dos mundos, entre lo que dejas atrás y lo que
está por venir, entre pasado y futuro, entre antes y después, ya no estás dónde
estabas pero todavía no has llegado a dónde estarás. El viaje es un periodo de tiempo que supone un lapso en la
existencia, un tiempo muerto para reflexionar, no tienes la responsabilidad
de vivir, no “estás” en ninguna
parte, es simplemente tránsito, un pequeño respiro antes de seguir “estando”,
con todo lo que ello conlleva. Pensaba
que un momento así siempre necesitaba de la mejor banda sonora posible.
Varios
de mis discos preferidos fueron sucediéndose uno tras otro mientras el sol
comenzaba a teñirlo todo de esos tonos naranjas tan difíciles de describir y
tan sencillos de contemplar.
Conforme la música iba sonando mi entusiasmo iba reduciéndose poco a
poco, paulatinamente. La alegría
continuaba ahí, su pico máximo ya había pasado, pero había sido tan fuerte que
el poso que dejaba parecía suficiente como para seguir sonriendo hasta varios
días después.
Quizá la llamase y le dijese que la quería, tenía ganas de
hacerlo. Saqué el teléfono móvil
del bolsillo y marqué su número.
Colgué enseguida y pensé que sería mejor hacerlo cuando llegase a casa,
no quería que nadie me oyera decir eso, no me gustaba prostituir mi intimidad
de ese modo.
La
rusa ya no hacía fotografías, y su amiga había guardado el ordenador en la
maleta y ahora estaba durmiendo.
Era casi de noche y la carretera no era más que una inmensidad negra
sobre la cual se veían pequeños objetos luminosos. Mi botella de agua se había acabado y no llevaba más en la
mochila, tenía mucha sed.
Un
poco antes de llegar la batería del mp3 se acabó y me quedé sin música. La mayoría de gente dormía y el autobús
respiraba una extraña calma. En la
pantalla de televisión estaban proyectando una superproducción de hollywood
horrible cuyos protagonistas eran un hombre viejo y otro joven, los dos guapos
y malos actores.
Comencé
a recapacitar acerca de todo lo que dejaba atrás y pensé que no estaría mal
viajar para siempre, sin ningún destino concreto, sin buscar nada, simplemente
dejarse llevar de un lugar a otro, siempre de paso, sin la responsabilidad de
“estar” aquí o allí, nada más que moverse por el mundo huyendo de la
responsabilidad de enfrentarse con los deseos y sueños de cada uno,
apartándolos en un rincón de la memoria para no dejar que nos hagan daño al
darnos cuenta de que nunca jamás van a cumplirse.
Cuando
llegamos, la gente comenzó a despertarse y todos nos levantamos de los asientos
sin apenas mirarnos, como desconocidos, o como conocidos que no se quieren ver,
moviéndonos de manera extraña y evitando la mirada del otro. Las rusas, la mujer gorda, el negro que
venía de Italia, los niños que ya no lloraban, nadie decía nada mientras por la
pantalla comenzaban a aparecer los títulos de crédito de la película.
Bajamos
del autobús rápidamente, buscando huir cuanto antes de todo aquello,
lanzándonos a nuestro destino, porque eso pone en los letreros de los autobuses
para indicar hacia dónde se dirigen, “Destino:”.
Salí
a la calle, hacía algo de frío y nadie me había venido a buscar. No lo esperaba, no había acordado con
nadie que me vinieran a recoger, pero siempre cruzaba la puerta de salida con
la esperanza de que algún rostro amigo sonriese con la mano levantada entre la
multitud dirigiéndose a mí.
Caminé
pensando en llamarla por teléfono y decirle lo mucho que la quería, pero el
tiempo que tardé en pensarlo fue mayor que el que me llevó hasta mi casa.
Hice
sonar el interfono pero no contestaron, así que supuse que no había nadie en
casa y que mi padre habría salido a cenar con alguno de sus ligues, últimamente
no le faltaban.
Entré
a mi habitación, tiré las maletas al suelo y me cambié de ropa. Estaba exhausto, un viaje de cuatro
horas en autobús termina resultando agotador, por mucho que lo hagas sentado.
En la calle hacía frío, pero en mi casa la calefacción ya llevaba
un par de horas conectada. Me tumbé en la cama y empecé a mirar al techo
mientras jugaba con el teléfono móvil en las manos, dudando si llamar o
no. Recordé la fotografía que me enseñó
la mujer rusa que viajaba a mi lado en el autobús. En la instantánea se observaba una vieja granja de
caballos. Había un gran campo
dónde varios caballos, algunos de color marrón, otros de color blanco y uno de
color negro, pastaban tranquilamente cerca de la granja con las montañas de
fondo. Era una fotografía
preciosa. Por un momento me imaginé
siendo uno de esos caballos. Animales
hermosos y puros que quizá nunca irán de viaje, criaturas simples cuya única
tarea es estar, permanecer allí hasta el fin de sus días mientras miles de
infelices montados en un autobús que les conduce a una vida mejor o peor pasan
cada día por la carretera contemplándoles.
Divagué durante largo rato con la fotografía en las manos,
reflexionando acerca de cómo ninguno de ellos tendría nunca la necesidad o la
obligación de decir te quiero.
Continué pensando en eso hasta que perdí la noción del tiempo, y
finalmente me quedé dormido.
© D.A.S 2009
Recomendación musical: The Felice Brothers - Yonder is the clock
http://rapidshare.com/files/215418430/The_Felice_Brothers-Yonder_Is_The_Clock-2009-FNT.rar
(Folk-Rock del bueno, en la línea de Wilco)
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