lunes, 28 de septiembre de 2009

THE YEAR OF THE HORSE



                 Estaba sentado en la primera fila del autobús, poniéndome cómodo mientras observaba como ella me decía adiós con la mano desde el andén.  No había conseguido encontrar trabajo, a pesar de llevar varios meses intentándolo, y tenía que regresar forzosamente a casa de mis padres.  Era un gran paso atrás, volvíamos de nuevo a la relación a distancia, las llamadas telefónicas, sacar su recuerdo de la memoria para mirarlo todos los días, echarla de menos.  Antes de subir al autobús nos dimos un beso y quedamos en llamarnos cuando llegara.  No nos dijimos te quiero.  Llevábamos varios años juntos, y calculo que en todo ese tiempo podría contar con los dedos de las manos el número de veces que lo habíamos hecho.  Siempre había pensado que no era necesario, yo sabía que ella me quería y viceversa, no veía ninguna necesidad de recordarlo asiduamente y hacer perder valor a una afirmación tan profunda y sincera.  Esta vez, sin embargo, me había quedado con ganas de hacerlo. 
            La salida del autobús se demoró unos minutos debido a que un negro muy alto tenía el billete equivocado y tuvo que correr hasta las taquillas para que se lo cambiaran por el del horario correcto.  El negro gritaba algo acerca de que acababa de llegar de Italia y el conductor le replicaba diciéndole que le traía sin cuidado y que se diera prisa o saldríamos sin él.  Se armó un gran jaleo, la gente opinaba y se quejaba del retraso en voz alta.  A los pocos minutos, el negro regresó con el billete y por fin pudimos salir.
            Los asientos estaban dispuestos en filas de a dos dejando el pasillo en medio, y, por suerte, el asiento el de al lado mío estaba desocupado.  Ya estábamos a punto de arrancar, así que dispuse mi mochila en el asiento libre para tener a mano el libro que estaba leyendo, la botella de agua y el ordenador portátil.  Me senté cómodamente con la música sonando a través de los auriculares y comencé a mirar por la ventana, el autobús arrancó y a los escasos segundos frenó violentamente.  Dos mujeres de unos 45 años, rubias, desaliñadas y sin sujetador comenzaron a golpear la puerta pidiendo que la abrieran.  Se sentaron en las dos primeras filas, una de ellas compartiendo estancia con una mujer exageradamente gorda, y la otra a mi lado.
            Maldije en silencio, una de mis múltiples manías era la de realizar las 4 horas de aquel trayecto recorrido casi (calculaba) cien veces sin nadie al lado.  Aborrecía a la gente que se sentaba junto a mí en el autobús.  Jamás era un tipo despeinado, con la camisa sucia y mil cosas interesantes que contar, o una estudiante joven y guapa con la que hablar de literatura y vacuidades.  Siempre eran inmigrantes zafios y ruidosos, amas de casa escandalosas y chafarderas, o críos mal vestidos e irritantes que chillaban a través de sus teléfonos móviles.
El conductor estaba enfadado por tanta molestia.  Salimos de la estación con varias maniobras más bruscas de lo necesario mientras la mujer de al lado mío sacaba una cámara reflex digital último modelo, y su compañera, sentada en el asiento más cercano después del pasillo, encendía un mini ordenador portátil de gama alta.  Me interrogaron acerca de la imposibilidad de poder conectarse a Internet dentro del autobús, y la mujer de mi lado preguntó al conductor si era posible sentarse en mitad del pasillo, en el suelo, para sacar fotografías durante el trayecto.  El conductor no daba crédito.  Le respondió negativamente y continuó conduciendo sacudiendo la cabeza a un lado y a otro.
Yo comenzaba a estar irritado.  Guardé el ordenador portátil, que ya estaba preparado para reproducir una película, y volví a encender la música.
            Ambas mujeres hablaban a gritos en un idioma extraño, a las pocas palabras adiviné que eran rusas.  La gente sentada a su alrededor las observaba con una mueca de desaprobación.
            Cuando ya llevábamos un rato circulando por carretera la mujer que estaba sentada a mi lado se abalanzó sobre mí súbitamente.  Casi llegó a apoyarse encima mío para poder tomar una fotografía del paisaje.  Cuando terminó se giró hacía mí sonriendo y me enseñó la fotografía.  Yo no entendía nada.
            De pronto el conductor comenzó a aminorar la marcha y detuvo el autobús en el arcén.  Se levantó enérgicamente y se dirigió a la parte trasera preguntando a gritos quién había sido la persona que había estado fumando en el cuarto de baño.  El culpable no tuvo el valor de revelarse, y el conductor nos amenazó a todos si volvía a activarse la alarma de humo.




            
Al reanudar la marcha el autobús era ya una fiel recreación del camarote de los hermanos Marx.  La gente gritaba y se acusaba, varios niños lloraban desconsoladamente, un fuerte olor a comida comenzaba a inundarlo todo, una de las rusas hablaba con la enorme gorda que estaba sentada a su lado y la otra hacía fotografías constantemente invadiendo mi espacio.
            En cualquier otro tiempo mis nervios habrían saltado y me habría encontrado al borde del colapso, pero por esa época estaba releyendo compulsivamente a Carver y retomando la afición por escribir relatos, así que, lógicamente, comencé a sentirme como uno más de los personajes de mis historias o las de Carver.  Divagué durante un rato por estos pensamientos y me di cuenta de que ya no estaba irritado, sino feliz.  Los personajes excéntricos, las situaciones improbables y disparatadas, las casualidades más inesperadas, no se encontraban sólo en los libros, estaban en cualquier parte.  Una conclusión así, para un escritor, resulta una verdadera toma de contacto con la realidad, es darse cuenta de que aquello sobre lo que él escribe está vivo de verás, que todas las cosas que inventa tienen existencia propia, que el mundo entero está repleto de historias mínimas, insignificantes y fantásticas.
            El sentimiento de júbilo que estaba experimentando comenzaba a ser tan fuerte e irracional que casi me hacía sentir idiota.  Esbocé una leve sonrisa y subí el volumen de los auriculares hasta que no oí nada más que la música, dejé caer mi cuerpo hacia la ventana y me dediqué a disfrutar aquella sensación que casi había olvidado mientras contemplaba el paisaje.  Mi cabeza estaba totalmente saturada, llena por completo de aquel torrente alegre e injustificado, lejos de los cientos de preocupaciones que me atormentaban de manera cruel y permanente.
            Me di cuenta de que llevábamos un rato cruzando por una zona repleta de granjas de caballos.  Aunque nunca me habían gustado demasiado los animales en ese momento decidí que si tuviera que tener uno predilecto, éste sería sin lugar a dudas el caballo.
            La música continuaba sonando.  A pesar de que mi aparato tenía capacidad para albergar cientos, miles de discos, yo tenía la extraña costumbre de escuchar siempre mis álbumes favoritos cuando iba de viaje.  Concebía el viaje como algo parecido a un puente entre dos mundos, entre lo que dejas atrás y lo que está por venir, entre pasado y futuro, entre antes y después, ya no estás dónde estabas pero todavía no has llegado a dónde estarás.  El viaje es un periodo de tiempo que supone un lapso en la existencia, un tiempo muerto para reflexionar, no tienes la responsabilidad de  vivir, no “estás” en ninguna parte, es simplemente tránsito, un pequeño respiro antes de seguir “estando”, con todo lo que ello conlleva.  Pensaba que un momento así siempre necesitaba de la mejor banda sonora posible.
            Varios de mis discos preferidos fueron sucediéndose uno tras otro mientras el sol comenzaba a teñirlo todo de esos tonos naranjas tan difíciles de describir y tan sencillos de contemplar.  Conforme la música iba sonando mi entusiasmo iba reduciéndose poco a poco, paulatinamente.  La alegría continuaba ahí, su pico máximo ya había pasado, pero había sido tan fuerte que el poso que dejaba parecía suficiente como para seguir sonriendo hasta varios días después. 
Quizá la llamase y le dijese que la quería, tenía ganas de hacerlo.  Saqué el teléfono móvil del bolsillo y marqué su número.  Colgué enseguida y pensé que sería mejor hacerlo cuando llegase a casa, no quería que nadie me oyera decir eso, no me gustaba prostituir mi intimidad de ese modo.
            La rusa ya no hacía fotografías, y su amiga había guardado el ordenador en la maleta y ahora estaba durmiendo.  Era casi de noche y la carretera no era más que una inmensidad negra sobre la cual se veían pequeños objetos luminosos.  Mi botella de agua se había acabado y no llevaba más en la mochila, tenía mucha sed.
            Un poco antes de llegar la batería del mp3 se acabó y me quedé sin música.  La mayoría de gente dormía y el autobús respiraba una extraña calma.  En la pantalla de televisión estaban proyectando una superproducción de hollywood horrible cuyos protagonistas eran un hombre viejo y otro joven, los dos guapos y malos actores.
            Comencé a recapacitar acerca de todo lo que dejaba atrás y pensé que no estaría mal viajar para siempre, sin ningún destino concreto, sin buscar nada, simplemente dejarse llevar de un lugar a otro, siempre de paso, sin la responsabilidad de “estar” aquí o allí, nada más que moverse por el mundo huyendo de la responsabilidad de enfrentarse con los deseos y sueños de cada uno, apartándolos en un rincón de la memoria para no dejar que nos hagan daño al darnos cuenta de que nunca jamás van a cumplirse.
            Cuando llegamos, la gente comenzó a despertarse y todos nos levantamos de los asientos sin apenas mirarnos, como desconocidos, o como conocidos que no se quieren ver, moviéndonos de manera extraña y evitando la mirada del otro.  Las rusas, la mujer gorda, el negro que venía de Italia, los niños que ya no lloraban, nadie decía nada mientras por la pantalla comenzaban a aparecer los títulos de crédito de la película.
            Bajamos del autobús rápidamente, buscando huir cuanto antes de todo aquello, lanzándonos a nuestro destino, porque eso pone en los letreros de los autobuses para indicar hacia dónde se dirigen, “Destino:”.
            Salí a la calle, hacía algo de frío y nadie me había venido a buscar.  No lo esperaba, no había acordado con nadie que me vinieran a recoger, pero siempre cruzaba la puerta de salida con la esperanza de que algún rostro amigo sonriese con la mano levantada entre la multitud dirigiéndose a mí.
            Caminé pensando en llamarla por teléfono y decirle lo mucho que la quería, pero el tiempo que tardé en pensarlo fue mayor que el que me llevó hasta mi casa.
            Hice sonar el interfono pero no contestaron, así que supuse que no había nadie en casa y que mi padre habría salido a cenar con alguno de sus ligues, últimamente no le faltaban.           
            Entré a mi habitación, tiré las maletas al suelo y me cambié de ropa.  Estaba exhausto, un viaje de cuatro horas en autobús termina resultando agotador, por mucho que lo hagas sentado.
En la calle hacía frío, pero en mi casa la calefacción ya llevaba un par de horas conectada. Me tumbé en la cama y empecé a mirar al techo mientras jugaba con el teléfono móvil en las manos, dudando si llamar o no.  Recordé la fotografía que me enseñó la mujer rusa que viajaba a mi lado en el autobús.  En la instantánea se observaba una vieja granja de caballos.  Había un gran campo dónde varios caballos, algunos de color marrón, otros de color blanco y uno de color negro, pastaban tranquilamente cerca de la granja con las montañas de fondo.  Era una fotografía preciosa.  Por un momento me imaginé siendo uno de esos caballos.  Animales hermosos y puros que quizá nunca irán de viaje, criaturas simples cuya única tarea es estar, permanecer allí hasta el fin de sus días mientras miles de infelices montados en un autobús que les conduce a una vida mejor o peor pasan cada día por la carretera contemplándoles.
Divagué durante largo rato con la fotografía en las manos, reflexionando acerca de cómo ninguno de ellos tendría nunca la necesidad o la obligación de decir te quiero.
Continué pensando en eso hasta que perdí la noción del tiempo, y finalmente me quedé dormido. 
© D.A.S 2009 
 
Recomendación musical:  The Felice Brothers - Yonder is the clock
http://rapidshare.com/files/215418430/The_Felice_Brothers-Yonder_Is_The_Clock-2009-FNT.rar
(Folk-Rock del bueno, en la línea de Wilco)

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