Recorrí el camino que llevaba desde la celda de Vinnie “el Cuchara” a la salida de la cárcel con la mirada clavada en la mugre del suelo y la cabeza llena de malos pensamientos.
Era el tercer hombre que despedía en lo que iba de año. No es que el hecho de saber que cuando yo estuviera conduciendo mi coche camino a casa él ya estaría muerto me afectase en exceso, pero esta vez la conversación me había dejado más consternado que de costumbre. No es fácil sentarse frente a un hombre que está a punto de ser ejecutado y hablar con él sin que te invada la compasión, aún sabiendo que ese hombre es un violador o un brutal asesino. Por mucho que se suponga que Dios está de nuestra parte, no suele ser una experiencia agradable. Supongo que ese era el motivo principal por el cual éramos muy pocos los pastores que nos prestábamos a ello. Era un trago duro, pero estaba muy bien pagado, merecía la pena. Al menos a mí me la merecía.
Conduje velozmente mi Honda por Clovis Avenue hasta llegar a Sunnyside, la carretera siempre está tranquila a esas horas, apenas había tráfico. Aquí en Fresno las ejecuciones acostumbran a ser nocturnas, y nunca soy capaz de marcharme directamente a casa cuando tengo que trabajar en la cárcel. Aparqué en la esquina de la calle Grant y fui hasta la vieja cervecería de mi amigo Horace. Estaba medio vacía, cómo de costumbre. Me acerqué a la barra y pedí un bourbon.
- ¿Cómo ha ido Zach? No tienes buena cara, ¿doble? - preguntó Horace con tono amistoso.
- Hola Horace, doble por favor. Ha ido cómo siempre, ya sabes. Mi cara hace tiempo que no tiene buen aspecto. – contesté muy serio.
- Hola Horace, doble por favor. Ha ido cómo siempre, ya sabes. Mi cara hace tiempo que no tiene buen aspecto. – contesté muy serio.
- Deberías dejar de ir a darles el ultimo adiós a los condenados a muerte amigo, no puede ser bueno para tu salud.
- No lo es, pero el cheque que me da la Confederación lo compensa con creces, ¿qué harías tú?
- No lo sé, yo soy católico. – contestó riéndose.
Después de tres bourbons y un rato de charla con Horace llegó la hora de cerrar. Conduje camino a casa despacio, el alcohol me hacía pensar más lentamente. Metí el automóvil dentro del porche sin abrir todavía la puerta automática del garaje, lo apagué y me quedé inmóvil con las manos sobre el volante.
Todavía me encontraba muy turbado, me estaba costando quitarme de la cabeza al joven Vinnie. Parecía mentira que aquel chico enclenque y encantador hubiera sido capaz de asesinar a sus padres armado únicamente con una cuchara de plata.
Normalmente en estos casos desconectaba tumbándome a ver una película de mi colección con una botella de tinto y terminaba dormido en el sofá, pero decidí que esta vez necesitaba todavía un par de bourbons más para tener el valor de enfrentarme a todos aquellos demonios en la soledad de mi hogar.
Volví a encender el coche y fui hasta un oscuro bar de Tower District. Cuando llegué, el ambiente estaba extrañamente animado para tratarse de la madrugada de un martes. En las mesas de la entrada había varios grupos bulliciosos de hombres trajeados que hablaban haciendo aspavientos, y en la zona más cercana a la pared del final, dónde la luz era más tenue, unas pocas parejas de mediana edad bebían sus copas a pequeños sorbos mientras intercambiaban caricias discretamente.
La barra era, cómo siempre, el lugar de los solitarios. Me acerqué hasta el principio de la misma y pedí un bourbon doble. El camarero me lo sirvió sin tan apenas mirarme y regresó a su mecánica labor consistente en secar vasos y copas.
Bebí la copa despacio, con los codos apoyados sobre la barra mirando las estanterías llenas de botellas que tenía justo enfrente. Las repasé una a una fijándome en sus diseños y colores hasta que la vista comenzó a fallarme y no era ni siquiera capaz de leer la marca escrita sobre la etiqueta. Pedí otra copa y antes de terminarla me levanté de la banqueta mareado y aturdido. Salí del bar y vomité en la acera.
Caminé apoyándome en los coches intentando recordar dónde había aparcado el mío. Miraba a un lado y a otro de la calle pero me resultaba imposible pensar con claridad. Me tumbé sobre el capó de una furgoneta y al cabo de unos minutos me quedé dormido.
Me despertó una mujer. Abrí los ojos con dificultad y la vi agitando mis hombros nerviosamente mientras decía palabras que no entendía. Finalmente recobré algo de conciencia y acerté a hablar con ella.
Se llamaba Anna, llevaba un jersey de color rojo brillante y era preciosa. Trabajaba en el Tower Theatre, esa noche habían clausurado el Festival Anual de cine y se había quedado hasta tarde para recoger todo el montaje. Se apiadó de mi estado y buscamos mi coche durante casi media hora, pero no lo encontramos, así que se ofreció a llevarme a casa.
- ¿Recuerdas al menos dónde vives? - preguntó divertida.
- Calle Wishon 44. Contesté con dificultad.
- Vaya, ¿vives en el Fig Garden? Menudo nivel. Me dejó en la puerta de mi casa y se marchó. No recuerdo nada más.
Desperté al mediodía con una resaca terrible y unas ganas de volver ver a aquella chica todavía más terribles. Comí algo y me tumbé en el sofá a relajarme mientras escuchaba música. Las horas fueron pasando y cuando llegó el atardecer me sentí por fin con la mente suficientemente clara cómo para ir a buscar mi coche, Dios sabe dónde estaría aparcado.
No hacía demasiado calor, así que cogí un autobús que me acercó a mitad de camino y recorrí la otra mitad a pie. El coche estaba justo enfrente del bar con una multa de aparcamiento metida por debajo del limpiaparabrisas. Me eché a reír y tomé café en un bar cercano.
Leí el periódico y vi que habían estrenado la última película de uno de mis directores favoritos, hacía años que no iba al cine, pero finalmente me decidí a ir al Tower Theatre a ver el film, con la esperanza de ver también a Anna.
Me senté justo en medio de la sala, el cine estaba casi vacío. Disfruté la película, pero no vi a Anna por ninguna parte, a pesar de que antes de entrar recorrí todo el cine con la esperanza de encontrarla vendiendo palomitas o cortando las entradas. Salí de la sala y subí al piso de arriba, dónde se encontraban los servicios. Al salir de los mismos me fijé en que una extraña puerta estaba abierta al final del pasillo y no pude reprimir asomarme, era la sala de proyección. Nunca había visto una, era pequeña, fría y hermética. Estaba totalmente pintada de blanco. El proyector colgaba del techo, era un aparato muy moderno, también había una pequeña silla acolchada de color negro y una mesita sobre la que observé una copa de vino tinto y el libro “El primer tercio” de Cassidy. Continué escrutando aquel pequeño y encantador espacio, parecía un diminuto refugio dónde poder observar la película casi en primera persona, libre de ruidos de palomitas o de parejas demasiado apasionadas. Cuando ya casi todo mi cuerpo estaba en el interior de la habitación una voz me sobresaltó desde atrás.
- ¿Busca usted algo caballero? Me giré asustado y vi a Anna salir del baño a toda prisa. Cuando me vio, su rostro cambió rápidamente del enfado a la risueña sorpresa.
- ¡Tú! ¿Qué haces aquí? - preguntó graciosamente.
- Hola, vaya sorpresa. He venido a ver la película, al salir del baño he visto la puerta abierta y no he podido resistir asomarme.
- He salido sólo un momento para ir al servicio. Bueno, te presento a mi segunda casa, creo que ya os conocéis.
- ¿Trabajas ahí dentro?
- Exacto. No parece muy acogedor, pero es apacible, te lo aseguro.
- Te creo. Pero pensaba que los proyeccionistas eran cosa del pasado, veo que estaba equivocado.
- No te equivocas, estos cacharros son casi 100% fiables, pero para ese casi estoy yo, por si acaso.
- Entiendo, ¿y qué tal es trabajar aquí?
- Me encanta, veo las mismas películas una y otra vez, pero amo el cine. Escribo guiones ¿sabes?
- ¿De verás? Eso es genial, me encanta el cine.
- ¿En serio? Pues nunca te había visto por aquí, y suelo fijarme mucho en el público. – dijo pícaramente
- No acostumbro a ir a las salas, siempre hay alguien haciendo ruidos al comer, o respirando demasiado fuerte, o incluso hablando. Soy muy irritable, me gusta demasiado el cine cómo para no verlo totalmente tranquilo. Por eso me monté mi propio cine en casa. – dije riendo.
- ¿Tu propio cine? - preguntó Anna curiosamente.
- Eso es, compré una buena televisión y un equipo de audio para no tener que aguantar las impertinencias de la gente.
- Yo tampoco las aguanto, por suerte aquí arriba estoy aislada de todo y de todos. – dijo ella sonriendo. Y dime, ¿cómo es que te has animado a venir esta vez?
- He visto en el periódico que habían estrenado esta película y aprovechando que tenía que venir aquí al lado a por mi coche me he decidido a entrar, recordaba que dijiste que trabajabas aquí, así que he pensado que además de ver la película quizá tenía la suerte de encontrarme contigo y darte las gracias por lo de anoche, fuiste muy amable. – dije algo sonrojado.
- No hay de qué, la gente tiene que ayudarse, y tú desde luego ayer necesitabas mucha ayuda si querías regresar sano y salvo a tu casa. – dijo entre risas.
- Tienes razón, no acostumbro beber alcohol, al menos no alcohol del fuerte, suelo beber vino, pero ayer me pasé con el bourbon, gracias de nuevo – expliqué algo avergonzado pero con un tono inocente que creo que la divertía.
- No hay por qué darlas. – respondió sinceramente.
- Bueno, cualquier otra persona habría hecho la vista gorda, ya sabes, podría haber sido un borracho violento, o un vagabundo.
- No ibas vestido cómo un vagabundo, y en cuanto vi tu cara supe que tampoco eras un tipo violento.
- Vaya, gracias. – contesté algo cohibido.
- Oye, el siguiente pase comienza dentro de cinco minutos, ¿te apetece quedarte y hacerme compañía? Tengo una botella de vino, no hace falta que veas la película otra vez, podemos charlar mientras bebemos. – dijo agudamente.
Me quedé ese pase, salí a comprar otra botella de vino y regresé para el siguiente. Cuando llegó el final de la película estábamos borrachos y nos besamos hasta que acabaron los créditos y la sala quedó en absoluto silencio. Al salir del cine la invité a venir a mi casa, pero se negó excusando que el día siguiente tenía que madrugar. Tampoco me permitió que la acercase en coche alegando que vivía justo al lado, pero quedamos en cenar juntos la noche siguiente.
Me marché conduciendo con una idea repitiéndose fuerte y clara en mi cabeza, iba a enamorarme de aquella chica.
La noche siguiente cenamos en un restaurante francés estratégicamente situado cerca de mi casa, comimos bien y bebimos abundante vino. Esta vez, utilizando hábilmente la excusa de enseñarle el home-cinema, no se negó a venir a tomar una copa. Quedó totalmente deslumbrada, y tras maravillarse con mi colección insistió en poner una de sus películas favoritas. Al cabo de unos poco minutos olvidamos la película e hicimos el amor en el sofá. La mañana siguiente despertamos juntos y ella preparó el desayuno mientras yo iba a comprar el periódico, comimos tostadas sentados en el sofá todavía en pijama mientras hojeábamos el diario.
Recuerdo aquella mañana cómo uno de los momentos más felices de mi vida. No nos conocíamos, ella no sabía quién era yo y yo desconocía realmente quién era ella, pero compartimos una noche de sexo y una mañana de tiernas caricias y dulce rutina, cómo si llevásemos toda la vida juntos. Es probable que ella estuviera acostumbrada a esas situaciones, pero yo no lo estaba, y, tal cómo había supuesto, esa mañana comencé a enamorarme de ella.
La relación fue avanzando del mismo modo en el que avanzan la mayoría de las relaciones, o al menos esa fue la impresión que me dio a mí, no había tenido muchas. Nos veíamos a menudo y ella cada vez frecuentaba más mi casa. Pasábamos noches enteras viendo películas y bebiendo vino. Yo trabajaba poco, gracias a Dios en mi juventud estudié duro y ahora era un pastor reputado, me ganaba bien la vida. Anna siguió trabajando en el cine y yo pasaba largos ratos con ella, encerrados en la sala de proyecciones, hablando de todo y de nada durante horas en aquella diminuta habitación. No necesitaba nada más para ser feliz.
Una noche estábamos cenando en la terraza de un restaurante japonés, la noche era calurosa, pero no en exceso, íbamos algo borrachos y Anna estaba jugando rozándome el pene con sus pies por debajo de la mesa.
- Esta noche tengo ganas de hacer algo especial. – dijo sensualmente.
- ¿Si? Soy todo tuyo nena, tú mandas.
De pronto sus ojos se encendieron, dio un pequeño salto hacia atrás sobre la silla y se llevó las manos a la boca.
- ¡Ya sé! Tengo las llaves, ¡vayamos al cine!
- ¿Estás loca? ¿Quieres que vayamos al cine ahora?
- ¿Se te ocurre algo más romántico?
Pensé durante unos instantes. No. No se me ocurrió nada más romántico.
Una vez allí Anna puso la película que fui a ver el día después de conocernos, la primera vez que nos besamos. La vimos abrazados en aquella sala totalmente vacía.
Pensé que podría haberme quedado allí toda la vida, Anna y yo solos aislados del mundo, viendo aquella preciosa película una y otra vez sin saber nada del exterior. Era incapaz de imaginar un futuro mejor. Cuando los títulos de crédito comenzaron a deslizarse por la pantalla Anna se abalanzó sobre mí besándome con fuerza. Yo le respondí e hicimos el amor allí mismo.
Al terminar, todavía desnudos, cogí su mano y comencé, inconscientemente, a apretarla con fuerza.
- ¿Estás bien Zach? - preguntó.
- Sí. Sí, estoy bien.
- ¿Estás llorando? - dijo extrañada.
- Estoy muy feliz Anna, creo que nunca había sido tan feliz. Me miró tiernamente y nos abrazamos durante largo rato. Después, dejamos el coche aparcado allí mismo y regresamos a casa caminando. Después del verano llegó el otoño, Anna seguía trabajando en sus guiones y en el cine y yo me encontraba en uno de los momentos más dulces de toda mi vida, me recreaba en disfrutarlo.
Estábamos en la cresta, en lo más alto de la ola. Yo estaba volviendo a aprender cómo funcionaban las relaciones, era algo que ya casi había olvidado. Pasar mucho tiempo juntos, conocerse y sorprenderse cada día, compartir experiencias y aficiones e ir dejando al otro entrar en tu vida hasta convertirse en lo más importante de ella, era el proceso típico y lógico, y nosotros lo interpretábamos a la perfección.
Pero, nunca llegué a ser del todo consciente que a ese proceso, en ocasiones largo, en ocasiones no tan largo, le sigue irremediablemente el desencanto, el aburrimiento, la falta de emoción, la rutina. Yo tenía 36 años, una gran casa y un bonito coche, una bodega llena de buen vino y una enorme colección de películas para ver un día tras otro en mi televisión gigante junto a la chica de la cual estaba enamorado. No le pedía nada más a la vida. Pero Anna sí, ella no se conformaba.
Resulta extremadamente llamativo cómo las cosas varían según una percepción u otra. Yo sentía que había llegado a la cima, y quería quedarme allí para siempre, pero Anna parecía estar disfrutando simplemente de su estancia en lo alto de aquella montaña antes de pasar a intentar escalar una más grande. Ambos estábamos viviendo la misma experiencia, los dos éramos parte del mismo asunto, pero, poco a poco me fui dando cuenta, teníamos una idea de las cosas muy distinta.
Demasiado distinta. Así que, la misma naturalidad que llevo a Anna a ayudarme aquella noche, a besarme por primera vez en la sala de proyección y a enamorarse de mí, esa espontaneidad que la hizo convertirse en el centro de mi vida de un modo inevitable, ese mismo fluir de las cosas instintivo y espontáneo fue el que la empujó, poco a poco a ir distanciándose de mí. Cada vez dedicaba más tiempo a sus guiones, hacíamos el amor con menor frecuencia y ya casi no dormía en mi casa. No alcanzo a recordar la última vez que me dijo que me quería.
Yo nunca lo entendí del todo, pero no le hice ningún reproche.
Una noche, ya entrando en el invierno, recibí una llamada. Me extrañé mucho, ya era casi medianoche. Pensé que sería Anna.
- Hola, ¿Zach?
- Sí, soy yo. – respondí confuso.
- Hola, soy Martin, llamo de la Confederación. Escucha, mañana ejecutan a un tipo en San Quintín, sé que normalmente no te corresponde, pero quiero que vayas tú.
- ¿San Quintín? ¿Esa cárcel no suele hacerla José? - pregunté extrañado.
- Sí, suele hacerla él, pero ha surgido un problema de última hora y en esta ocasión prefiero que lo hagas tú, te corresponderán cuatro días de dieta, además de la tarifa acostumbrada, ¿qué dices?
- De acuerdo, ¿a qué hora debo estar allí?
- A las 8 en punto. ¿Conoces el camino?
- Lo consultaré en el ordenador, descuida, allí estaré. Colgué algo angustiado y a los pocos segundos volvió a sonar el teléfono.
- ¿Si? Dime Martin. - ¿Zach? - Hola Anna, perdona, creía que eras otra persona.
- Escucha, ¿puedo ir a tu casa ahora? - la notaba preocupada.
- Sí claro, ¿qué ocurre, estás bien?
- Sí, estoy bien, pero necesito que hablemos, dame media hora.
Busqué una botella de las mejores entre toda mi bodega. La abrí y me senté en sofá a beber mientras esperaba que Anna llegara. Era evidente que iba a dejarme, así que quería estar lo más amable posible. El alcohol me relajaba.
Antes de que hubieran pasado veinte minutos apareció por mi puerta.
- Hola Zach. – dijo plantada frente a mí sin ni siquiera acercarse a darme un beso.
- Hola nena, ¿cómo estás? Pasa, ¿quieres una copa de vino?
No fue muy doloroso, ninguno de los dos lloró.
A la media hora se marchó con el gesto triste y la expresión de alguien que acaba de hacer algo malo. Continué bebiendo la botella de vino sentado en el sofá, a través de la cristalera del salón podía ver la calle desierta y los árboles agitarse ligeramente por el frío viento del invierno.
No le guardaba rencor, pero me inquietaba el modo en el que había ocurrido todo. Del mismo modo que cuando la dejé irse a su casa andando el primer día que nos besamos supe con total certeza que me enamoraría de ella, en algún momento en medio de todo aquello también tomé conciencia de que iba a acabarse. Fue sucediendo poco a poco, con orgullo, sin dolor, cómo el último escuadrón superviviente en la guerra que tiene frente a sí al más poderoso ejército, lucharán, se dejarán la vida en el campo de batalla y darán todo lo que tienen, pero saben que no ganarán.
Nuestra historia me parecía demasiado hermosa cómo para dejar que se estropease. No fue un final triste ni doloroso, simplemente fue un final.
La mañana siguiente desperté con la cara pegada al cuero negro del sofá, algo pálido y deprimido. Habia dos botellas vacías sobre la mesa, no recordaba haber abierto la segunda. Me duché y desayuné tostadas. Escuché música y conduje hasta San Quintín. Un poco antes de las 8 estaba en la puerta de la prisión. Un guarda chicano me condujo hasta la celda del condenado. Una vez allí, nos dejó solos.
- Hola chico, ¿te llamas Harry Hills no es así? - pregunté amablemente. Mi nombre es Zach.
- Así es señor, encantado de conocerle, no tiene usted muy buena cara. – parecía tranquilo, y desde el primer momento me pareció extremadamente educado.
- Estoy bien Harry, ¿cómo te encuentras tú?
- Estoy bien señor, más tranquilo ahora que le tengo delante, tenía miedo de que me enviasen un puto chicano para darme el último adiós. ¿Puede creerlo? Hay mejicanos protestantes.
Su comentario me sorprendió, había rabia y también violencia en sus palabras, me intimidó levemente. Era evidente que se trataba de un miembro de la “Hermandad Aria”, Martin no me había avisado. Me quedé algo aturdido mirando alrededor de la celda notando que el no apartaba sus ojos de mí. Miré hacia el libro que sostenía en sus manos y puse cara de sorpresa.
- Vaya, lees a Nietzsche, buena elección. – dije intentando conciliar.
- Sí. Han pasado más de cien años desde que murió y sigue teniendo tanta razón cómo el primer día, ¿usted conoce su obra?
- Sí, la conozco, estudié Teología en la Universidad de Sacramento y después Filosofía en la de San Francisco. – contesté.
- ¡Vaya! - exclamó impresionado. ¿Y qué opina usted? ¿cree en el superhombre? ¿cree en la raza aria? - preguntó excitado, cómo un niño que pregunta a su profesor.
- No sabría decirte. Las razas son muy distintas entre ellas, y es una evidencia que unas son superiores en algunos aspectos e inferiores en otros, pero…
- Hable sin miedo, respeto su opinión, no voy a contrariarle. – dijo captando mi reticencia a decir nada que pudiera irritarle.
- No creo en la supremacía si es a eso a lo que te referías. – contesté con decisión. Su educación y temple al hablar me otorgaban confianza.
- He leído toda la obra de Nietzsche, varias veces. ¿Ha leído usted a Maquiavelo? ¿Y a Sun Tzu?
- Sí, los he leído. – respondí.
- ¿Y qué opina usted?
- No opina lo mismo que tú, de eso puedes estar seguro.
Bajó de nuevo su cabeza, desprendía un aura de extraña turbación, más hacia mí que hacia él mismo, estaba preocupado por mis, a su juicio, equivocadas opiniones.
- Escucha, sé que no entiendes que no piense lo mismo que tú, es sólo que…
- Lo entiendo perfectamente. Usted ve las cosas de otra manera a cómo yo las veo, nada más. También usted ha leído todos esos libros, y estoy seguro que los ha comprendido, pero simplemente los ha percibido de modo distinto a cómo yo lo he hecho, cada persona interpreta las cosas de manera diferente, según su propia realidad. – dijo con gran elocuencia y claridad.
- ¿Eso crees? - pregunté inquisitivo.
- Por supuesto.
- Entonces ¿porque no respetas a los que piensan diferente a ti, a los que son diferentes a ti? - pregunté con algo de miedo.
- Yo tengo mis principios, mis ideales, y los llevo hasta el final, aunque en ocasiones eso signifique llevarme a gente por delante. – contestó muy serio pero amablemente.
Su verborrea me estaba abrumando. Puse mi cabeza entre las manos y miré hacia una de las paredes. Instantes después el carcelero apareció en la puerta.
Me despedí de Harry con un fuerte apretón de manos y lo observé alejarse con lentos pasos camino a su propio final, una digna muerte. Continué mirando el pasillo incluso una vez que Harry había desaparecido de él, hasta que escuché la voz de un guardia.
- No era un mal tipo. Estaba algo tarado, pero no era un mal hombre, se encargaba de las sesiones de música y daba clases a los analfabetos todos los días. Sólo a los blancos, claro.
- ¿Qué hizo?
- Estaba encerrado por varios robos y tráfico de drogas. Una vez aquí dentro mató a tres hombres en una semana. – dijo el guardia muy serio.
Conduje de regreso a Fresno pensando en que seguramente Anna interpretaba las cosas de manera muy diferente a como yo lo hacía. Supuse que también ella era de los que llevan sus ideales hasta el final, y que yo simplemente pasaba por allí y se me había llevado por delante.
Cuando llegué a Sunnyside ya era casi medianoche. Recorrí el camino bajo la tímida luz de las viejas farolas y llegué al viejo bar de Horace, estaba medio vacío, como de costumbre.
- Hola Horace, ¿cómo estás? – pregunté animado.
- ¿Qué hay amigo? Hacía días que no te veía por aquí. Se te ve contento, ¿qué tal te va?
- Muy bien, ¿y a ti?
- Muy bien, ¿y a ti?
- Ya puedes verlo, pocos clientes, pero vamos tirando, cómo siempre. ¿Dónde está Anna? - preguntó sonriente.
- Me ha dejado. – contesté tranquilamente.
- ¿En serio? Vaya, y cómo estás?
- Bien, estoy bien, ya te lo he dicho – respondí.
- Eso es tomarse las cosas con filosofía, claro que sí amigo. – dijo en tono alegre. Qué quieres tomar, esta noche invita la casa.
- Muchas gracias amigo. Un bourbon, por favor.
- ¿Doble?
- Doble.
© D.A.S 2009
Recomendación musical: The Iguanas - Jumpin' with The Iguanas
The Iguanas fue, entre otras cosas, una de los primeros grupos de Iggy Pop. Aquí el chico toca la batería y hace algunos coros, pero generalmente no suele cantar.
Solamente tienen este disco reconocido, una colección de versiones en las que combinan una especie de garage sesentero con toques surf'n'roll.
Tienen auténticos hits: "Surfin bird", "Summertime", "Blue Moon" "California sun", "Walk don't run"... el sonido y la producción final, sucios hasta el límite, y cierto encanto pop en el tratamiento de las melodías, hacen que sea un disco eterno e imprescindible. De los LP's que más he escuchado seguro.
1 comentarios:
Extrafina, Josefina!
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