Una de las
virtudes más elevadas que posee el arte es la capacidad de ser abstracto y
experimental, impulsivo e incluso irracional, sin perder por ello un ápice de
coherencia y belleza. El arte, pese a quién pese, puede ser maravilloso aunque roce el absurdo y trascienda el entendimiento y la
lógica. A pocos, por no decir
a ningún otro aspecto de la vida, le permitimos una licencia parecida, en general a las personas nos cuesta aceptar cualquier
cosa que vaya más allá de nuestra comprensión y ordenación del mundo.
Bajo esta
premisa resulta tremendamente tentador para los artistas caer en la banalidad y
la provocación sin sentido. La
línea que separa la extravagancia bien entendida de la trasgresión más gratuita
es peligrosamente delgada. Los
autores, en este caso los escritores, se encuentran frente a la tentación de
tejer una historia compleja y laberíntica que funcione únicamente dentro de su
cabeza y, si el público la rechaza, escudarse en la incomprensión y la falta de
inteligencia de los lectores y convertirse en malditos o "de culto". Tienen esa ventaja, sí. Porque los
lectores, al igual que los espectadores, cambiaron hace tiempo la tendencia y
aquellas obras que antes serían denostadas e ignoradas en base a su escaso interés
o directamente a su falta de claridad, ahora se admiran y elevan a los altares. Nadie o casi nadie se atreve a decir
que no ha captado del todo la esencia de un libro o una película echándole la culpa al autor y a su (supuesta) incapacidad para transmitir, aparenta vulgaridad. La presunción suele jugar en este caso a favor de los artistas y desconfiamos antes de nosotros mismos que de ellos. A veces tenemos razón. Otras no.
Un viejo
profesor universitario envía cartas a su hermana muerta hablándole de sus
avances en la búsqueda de “La frase del Sistema Solar”, revelación que arrojará
la respuesta definitiva sobre el futuro de la Humanidad, labor a la que ambos
se consagraron desde la más tierna infancia.
JP Zooey |
El profesor se
suicida y nombra a su vecino y aspirante a escritor JP Zooey albacea de sus
escritos e investigador de las causas de su muerte.
Con este
argumento da inicio “Los Electrocutados”.
A partir de aquí la novela comienza a diluirse en una
sucesión de capítulos con tres tipologías de textos independientes: las cartas
del profesor, los extractos de sus clases en la Universidad y las reflexiones de
Zooey. Todo con el fin del mundo y la oda a la electricidad como trasfondo. Una suerte de estructura disparatada
que termina resultando una experiencia confusa, agotadora y tediosa, y que provoca que la cohesión de la historia sea prácticamente nula. El autor entremezcla el futurismo, el
surrealismo y la ciencia ficción apocalíptica con una trama arquetípica (a se suicida misteriosamente y b
investiga el por qué) de una manera errática, encadenando teorías humanistas
absurdas de cosecha propia (el mundo nació en 1959 después de un ensayo de los
Beatles), pasajes anecdóticos acerca de la vida de personajes reales (Tales de Mileto) o
de ficción (Kilgore troat) y la bizarra relación entre el viejo profesor y el investigador de sus cartas, Zooey, y termina provocando un batiburrillo
alucinado y enfermo que sin embargo se lee con cierto interés, gracias principalmente al empuje de la prosa y al ritmo narrativo vertiginoso logrado
gracias a la variedad en el registro de cada capítulo y a lo llamativo del contenido. Los momentos destacados, como el pasaje
del Vahne y William Burroughs (“una pregunta es un gato yéndose”), o ciertos brillos de clarividencia metafísica en la representación de la locura
del profesor, se ven eclipsados por una falta de orden sin ningún tipo de
gracia, un caos gratuito que termina provocando que la novela sea un bicho raro,
nada más notable que eso, un experimento
extraño que se observa con cierta
curiosidad, pero que fracasa como conjunto y deja un
sabor de boca amargo. Amargo, sí, porque a pesar de que al final Zooey termina por hilvanar la historia con clase, volviendo sobre sus pasos y cerrando el círculo (no le negaré cierta maestría al hacerlo), lo que consigue dibujar es simplemente la línea de dicho círculo, ya que lo que deja en el interior son meros bosquejos, bocetos confusos que en ningún momento llegan a la categoría de cuadro literario, sino que se quedan en collage barroco atrevido y enmarañado, dejando la triste sensación de que el único visionario es el autor y
a uno no le han dejado participar en su fiesta de la revelación, en la supuesta salvación
final.